viernes, 2 de julio de 2010

La fiesta de la nostalgia



Nunca he sido una exilada. Siempre elegí donde vivir. Pude irme y volver a voluntad y hoy vivo aquí, en este país, porque quiero. Yo no sé directamente lo que se siente cuando uno es obligado a partir y dejar su casa desguarnecida. Es extraño, no lo sé pero, a la vez, siento que lo he sabido desde siempre como si se me hubiera transmitido vía genética el dolor de la pérdida. Siento también que soy una mujer que tiene una patria insólita que no coincide con ningún territorio que se pueda delimitar en un mapa y que eso constituye paradójicamente, una gran riqueza de la que no estoy dispuesta a perder un ápice. Así como mi madre, personaje fundamental de mi reflexión, se ha sentido desde siempre de alguna manera despojada yo no he podido evitar el sentirme sobrepasada por la abundancia de lo que he vivido y me ha sido legado y entre lo que a estas alturas de mi vida se me hace difícil distinguir. Sin embargo, aunque parezca un tanto contradictorio tengo que reconocer porque es cierto, que esta riqueza mía tiene su origen en ese exilio de ella y en su herida.


Nuestra historia se parece a muchas otras:

Mi abuelo, Pedro de Sasía, mi abuela, Otilia Ibarra y mi madre Edurne en aquella época de 17 años, llegaron a Valparaíso en contra de sus deseos, porque habían perdido la guerra del año 36. Chile era para ellos simplemente un lugar en el mapa donde había alguien que los acogía en su absoluta pobreza. Un hijo que había emigrado a aquellas tierras atraído por la fortuna, reclamaba a los suyos y les ofrecía protección. Y así llegaron, un día 2 de diciembre del año 1937, como todos los que a lo largo de la historia han tenido que irse a su pesar: con la férrea decisión de volver algún día.

Mis abuelos no volvieron. Eran demasiado mayores y no les dio tiempo. Sus últimos años fueron un deambular perdidos entre recuerdos y rituales. Mi abuelo Pedro se integró en Eusko Gastedija de Santiago. Nunca se sacó la boina ni sus maneras de vasco católico y un poco rígido. Jugó al mus los domingos y vivió pendiente de todo lo que tuviera que ver con Euzkadi. Mi abuela cocinó innumerables platos de pimientos, alubias, merluza, chipirones. Cantó las canciones de siempre y repitió para quien quisiera oírla sus refranes. Intentó entender la nueva habla que se le hacía extraña y dura a sus oídos y murió en el intento. Sí, los dos murieron en tierra extraña y allí fueron enterrados. Los dos fueron exilados en el sentido más literal y terrible de la palabra. Para ellos sólo hubo pérdida.

Mi madre era joven y se adaptó. Se puso sombrero. Paseó acompañada con chaperona y siempre de punta en blanco las calles de Santiago porque en esa nueva sociedad fuertemente formal y clasista, era toda una señorita. Tomó el té con sus amigas en los mejores salones de Santiago y veraneó en Viña y en Concón pero a la vez, siguió siendo de alguna manera aquella muchacha de la margen izquierda que recorría los dos lados de la ría y conocía al dedillo su mundo. La que subía en zapatillas a la romería y volvía al anochecer con ganas todavía de seguir bailando hasta que amaneciera, la que había vivido su primera juventud entre pistolas, discursos políticos, tumultos y bombardeos y que sabía desmontar un arma sin problemas. La que adoraba a su padre nacionalista vasco, fundador del primer Batzoki de Baracaldo

Y aquí la historia deja de ser común para convertirse en absolutamente singular porque mi madre no es una mujer común, sino de esas mujeres que surgen en épocas difíciles para los pueblos, por pura necesidad histórica. Mujeres especiales dotadas de una lealtad inquebrantable a su sangre y a su origen. Mi madre además, posee un don precioso en época de exilio: podía, con sus palabras, hacer vivir a las cosas de tal manera que las convertía en “reales” no sólo para ella, sino también para mí. Es más, me hizo sentirlas como si yo también las hubiera vivido y por lo tanto, las amé tan apasionadamente como ella. Ustedes me entienden, mi madre es algo así como el rapsoda de su patria.

Suele decirse que el olfato es el sentido de la nostalgia, yo añadiría también los restantes sentidos. La patria es algo que huele, que se degusta, que se aprieta, que se ve con los ojos de adentro. A la patria no se la explica; una y otra vez se la dice, se la muestra. Se la encarna en los gestos. Se la relata. Y así “está” aunque no esté. Eso es lo que hizo ella con sus palabras: crear un objeto virtual que percibíamos como real. Mis sentidos captaban extasiados aquello que no está sino en la memoria pero que cuando se dice se hace tan presente que gozosamente, duele. De ahí esa necesidad de contar que recrea una y otra vez lo que se ha perdido, de ahí la repetición de los ritos, de ahí la búsqueda de aquellos sabores que nunca saben exactamente igual en la nueva tierra pero que al nombrarlos se parece sentir. Es por eso que recordar era una fiesta.

Quiero decir con todo esto que la patria perdida estaba latente en las alubias que borboteaban en la cocina de nuestra casa de LLolleo, en el cuadro que presidía el salón y que representaba La Torre (la casa que se quedó sola). También estaba en la imagen del que representaba a Ramontxu con su boina, su camisa blanca y su atadillo a cuestas camino de yo no sabía dónde. Estaba en la ikurriña y en ciertas palabras cantadas muy cariñosamente y que yo sin entender, entendía… ¡Bonbolontena, neure lastana, ez egin ba loratxoa…! Pero sobre todo estaba en ese relato continuado de mi madre mientras me llevaba al colegio, cuando preparaba la comida, cuando la acompañaba mientras cosía o planchaba y yo hacía los deberes…

En aquellos días en que yo veía a través de la ventana de nuestra casa de LLolleo las palmeras polvorientas de la calle, mi ojo interior iba contemplando montes, verdes campos en los que los caseríos parecían haber sido esparcidos a voleo, sentía subir suave el humo de las chimeneas, masticaba talo y me calentaba al rescoldo de los quemadores abiertos de la cocina. A veces corría con ella hacia el refugio bajo el estruendo ensordecedor de las sirenas, a veces perdía los zapatos y daba vueltas en la boca el botoncillo que había decidido que la hacia invulnerable a las bombas y no abandonó su boca mientras duró la guerra… Y no había contradicción alguna: ambos paisajes coexistían e iban cuajando juntos sin resistencia en mi memoria poética. Sí, en medio de la paz de la tarde yo sufría la angustia y la alegría de aquellos días…Ella con sus palabras dimensionaba mi presente de tal manera que ocurría a veces el que no pudiera diferenciar demasiado claramente qué correspondía a cada dimensión del tiempo y del espacio.

Había algunos momentos especiales que yo le hacía repetir una y otra vez.

Ella me hablaba de su padre y yo la veía conduciendo de la mano a un Edipo viejo y con boina que abandonaba desolado su Tebas. Ella me lo mostraba, grande y adusto, sacando a trompicones las maletas del coche en que salían hacia Santander y apretujar con la familia a gentes que ni siquiera eran de su bando simplemente porque era lo que se debía hacer. Yo lo veía y el pecho se me henchía de orgullo. Ese entrar en Francia con lo puesto y mi madre sin tacones en los zapatos me parecía así, épico.

También me conmovían las lágrimas del abuelo en el exilio francés, donde escuchó una mañana del 14 de julio una melodía que nunca antes había sido de su agrado y que aquella precisa vez, en aquel preciso lugar le traspasó el alma: La Internacional se había convertido para el católico y fiero nacionalista aquella mañana de verano, en la voz misma de la patria. Sí, la patria también puede ser el himno del adversario en determinadas circunstancias.

Recuerdo que nuestra casa de Chile solía estar llena de amigos que habían recalado en sus viajes en el puerto de San Antonio. Eran amigos, muchas veces sin conocerlos, simplemente porque venían de Bilbao, o de Baracaldo, porque conocían a alguien de la familia… incluso alguno fue invitado porque le decían, “el vasco”, vete a saber por qué, siendo gallego.
Entonces la casa se llenaba de palabras mágicas, de acentos que se asociaban a aquella patria con deleite. El humo de los pimientos impregnaba la casa y los hombres los pelaban en el patio. Empezaban las discusiones cuando los recuerdos no coincidían, subían las voces, alguien empezaba una canción que se enlazaba con otra y otra y que podía terminar en irrintzi. Había veces en que yo también cantaba con mi voz de niña, en medio de la atención de todos, el Eusko-gudari para seguir a renglón seguido con el himno nacional chileno y mostrar así mi buena educación patriótica. Por lo demás, qué bien casaban el “Euko gudariak gera” con “la tumba serás de los libres o el asilo contra la opresión” del himno chileno… Sí, la nostalgia aquellos días era una fiesta.

Pero sobre todo la patria era la Torre: la casa familiar. Era el aroma de la hierba recién segada por el padre y los hermanos, era el olor de la lana de los colchones lavada y secada al sol de agosto, eran las tertulias en las largas horas del atardecer de verano entre las palabras lentas y el suave restregar de las alpargatas de los viejos. Era mi abuela y sus hijos plantando en lucha fiera con la tormenta que la fantasía convertía en Rialtequio y sus secuaces y a quien había que ganar para ser fieles a los principios de “La isla de la guadaña”. Eran las manzanas puestas a secar, y los vestidos de los domingos, eran los sueños, la noche de reyes, las castañas del invierno, la cocina enarenada. Era el retrato de Sabino en el comedor y las interminables charlas con el padre de todo lo humano y divino. Era el cuaderno donde ella escribía y dibujaba (me lo describía de tal manera que casi me parecía escribir también yo aplicadamente con ella). Era su libro de lecturas de Oro. Era su amiga Tere, la socialista. Sí, mi madre llevaba su patria puesta y me la fue entregando una y otra vez, con su voz alta y clara que Chile dulcificó, hasta que me la acuñó en la memoria.

Entre las palmeras polvorientas del sur me enseñó a amar el olor de lo húmedo. A degustar los cielos bajos y el sirimiri mirando el eterno celeste chileno. Me hizo soñar con una casa cuadrada entre manzanos e higueras con una llave enorme que estaba en alguna parte como en los cuentos….Una casa en la que se leía Genoveva de Brabante en voz alta las largas noches de invierno, en la que los suelos y los dorados relucían, en que las sábanas tenían el aroma del agua de la fuente, y todo ello en nuestra casa chilena de tejado a dos aguas llena de rosales y nardos.

Sí, mi madre me acuñó en la memoria un paisaje superpuesto y también, la tarea implícita de preservarlo. Una tarea que todos los hijos de exilados reconocemos y aceptamos: ese contar la historia que nunca podemos hacer exactamente como nos relataron, porque aquello que se nos cuenta nos llega inevitablemente teñido de otras presencias de otros aromas, de otros sonidos que lo traspasan y de alguna manera, lo transforman.


El exilio es nostalgia porque es memoria viva. Una terca memoria que preserva lo que se es: lo que se quiere a toda costa seguir siendo. La necesidad humana de identidad se exacerba cuando se ha sido despojado. Primero se recuerda para sobrevivir, para encontrar el mínimo sustento necesario para seguir viviendo con sentido. Luego, porque se descubre que así “se vuelve a casa”.

Suele decirse que en todas las familias hay alguien que se hace cargo de manera inconsciente de la memoria familiar (de los cantos, de las recetas, de los dichos, de los remedios, de las glorias y de las vergüenzas) y esa persona suele ser una mujer. Cada generación agrega al relato nueva vida. Así, mi madre añadió a la historia de la familia también la estampa de su perro Jon, que no era de ella pero la acompañaba a la escuela, la ensenada que formaba la ría al llegar a Zuazo, en la que se bañaba con sus hermanos las tardes de verano, la llegada de los tíos de México con sus fabulosos regalos y su último baile la noche anterior a la guerra. Las mujeres solemos recordar esas minucias que le dan sal a la vida y la hacen deliciosa o tan terriblemente amarga. Ella agregó el sonido de nombres para mí preciosos como El Arenal y Sollube y Santurrarán y Argalario, pero sobre todo, no se olvidó del Canalla, el viejo peral de la torre.

Me encantaba su historia: mi madre, una niña aún muy pequeña, que ante el ulular de la tormenta pregunta a la suya quién ruge así. La madre que responde ¡ese canalla! refiriéndose al viento en el momento mismo en que la niña ve a lo lejos las ramas ateridas del peral y sin entender, le adjudica el nombre… el peral queda bautizado desde entonces para la familia como “el Canalla”, proveedor indiscutido de las más deliciosas peras de navidad.

Sí, para nosotras las mujeres el mundo siempre es matiz, detalle: no olvidamos ni una brizna, ni el chirriar de una determinada puerta. Amamos lo efímero y lo hacemos perenne a fuerza de repetirlo: ella amó al Canalla y yo también con ella. Tanto, que lo convertí más tarde en el símbolo de nuestra historia.


Por otra parte, mi madre que era una mujer vital y activa, siguió haciendo patria en Chile: vistió a sus alumnas morenas de hilanderas, les enseñó a bailar la sagar-dantza, la zinta-dantza y todo lo que ella sabía. Aquellos chilenos que trabaron relación con ella supieron desde el principio el porqué los vascos no éramos españoles. Aprendieron a reconocer también la Ikurriña y el nombre de Aguirre y Sabino se les hicieron conocidos. Entre mis amigos de adolescencia se hizo tan prestigioso ese “ser vasco” que más de alguna vez la sorprendí con alguno que se obstinaba en desgranar su largo rosario de apellidos mientras ella certificaba el que le confería la dignidad de pertenecer él también, a la patria. Tengo la seguridad de que en más de una ocasión se inventó alguno para dejar contento al que preguntaba. Nunca excluyó a nadie que quisiera entrar a ese reducto suyo donde los vencidos eran más prestigiosos que los vencedores... Donde se hacía lo que se debía y se debía lo que era justo. Supe así que en la patria no se nace necesariamente: se la elige y se la hace nuestra por amor .Supe también porque los troyanos eran más gloriosos que los griegos y Héctor, mucho más digno de admiración que Aquiles. Sus relatos me enseñaron que ser vencida de cierta manera es todo un honor.


Pasó el tiempo y en los años sesenta pudimos volver. Pero cuando volvió, mi madre, no encontró su patria. Se dio cuenta entonces de que lo que el exilio le había escamoteado era sobre todo la continuidad de su historia: lo que pudo haber sido y nunca fue. Así tuvo que vivir ese vacío del que nunca saben los que se quedan. Una vez en la tierra de sus amores, se sintió extraña por que de alguna manera los suyos la sentían extraña. A ello se agregó el destrozo despiadado de su paisaje: ya no había Torre y cuando yo le preguntaba dónde estaba el pozo y el río y las higueras, mientras miraba las grises colmenas que se habían construido en esos años de feroz industrialización, ella, me decía un ¡aquí! que sonaba aunque desolado, con la seguridad quijotesca del que ve sólo lo que quiere ver. Nunca me gustó ese sucio Zuazo donde el río transcurría entre hormigón: blancuzco y maloliente… ¿qué tenían que ver esas gentes tristes, esa luz mezquina, esa penuria con la alegría de aquella Arcadia que ella me transmitía cuando era niña? Nada. Absolutamente nada. Esa no era la patria pero no la perdimos. Seguía viva en el relato.

Por otra parte, el volver le trastocó la virtualidad del paisaje: ese otro lugar que tan pronto pisó tierra chilena había decidido no amar, se le había colado calladamente en la memoria y ahora, en “su patria “recordaba otra. Los cielos altos y celestes, la delicia de los damascos, el fresco del anochecer santiaguino, el perfume salitroso del mar, los atardeceres vertiginosos, los amigos: el compadre Muñoz, Eliana Rivas, las señoritas Lana la visitaban continuamente y le desconcertaban el regreso…

Cinco años más tarde volvimos a América, esta vez al Uruguay, por que según ella decía, no se acostumbró a la dictadura. Es verdad, pero yo además creo, que ella ya se había dado cuenta de que lo que había perdido no lo encontraría jamás en ningún lugar real. Quizá fuera entonces cuando de alguna manera aceptó dejarse traspasar alegremente por la circunstancia presente. Era, al fin y al cabo, una cuestión de lucidez. Si, mi madre amó al Uruguay y su cerrito de Montevideo, se entusiasmó con Lavalleja, el héroe oriental, y las deliciosas pizzas del puerto. Se sentó a tomar el fresco a la puerta de su casa con sus vecinos y hasta probó mate. Volvió a hacer amigos: Delia y Guito, el tendero y Rubén y José, el mulato, que nos llevó a ver jugar a Peñarol…y el italiano que nos vendía la verdura y que en realidad, era portugués…


Para entonces la memoria de mi madre era ya un calidoscopio que me gustaba ver girar y descomponerse una y otra vez para formar nuevas asociaciones en las que siempre como un núcleo que todo lo coloreaba, fulguraba lo que ha permanecido férreo a lo largo y ancho de todos sus exilios. Eso que ella llama su patria; lo que le exige presentarse siempre en todo lugar y circunstancia como Edurne de Sasía, vasca.

La patria del exilado es siempre un relato, aunque vuelva a su lugar de origen. Una epopeya que los hijos de los que fueron obligados a irse aprendimos desde niños y que, si somos decentes, repetiremos a nuestra vez. Es un relato que caldea el corazón de nuestros mayores cuando hacen la fiesta de la nostalgia cada vez más seguido a medida que cumplen años, cada vez con mayor hondura y fruición. Hay que entenderlos: es entonces y sólo entonces, cuando vuelven a casa y pueden por fin, aunque dure poco, abrir la puerta.

Yo, como dije al principio, no he vivido el exilio: no me he sentido despojada nunca. A mí, la riqueza de mi herencia me desborda. He hecho míos muchos lugares a los que amo profundamente y que siento que me identifican. Sin embargo, estoy convencida de que la parte más entrañable de mi heredad se la debo al exilio que tuvo que sufrir mi madre porque, ya sabéis…”se canta lo que se pierde” y lo que se canta, permanece. Ella me regaló su canto y así, me dimensionó la vida.

Me enseñó tal vez sin darse cuenta, que quien traduce sus recuerdos en palabras no pierde totalmente lo que amó porque siempre puede volver a vivirlo de alguna manera si repite las palabras adecuadas.


Pasó mucho tiempo. Yo crecí, me casé, tuve hijos, y en uno de los avatares de la vida decidí volver al solar de mis mayores.

Fue una mañana de domingo en que mientras desayunaba tardíamente con mi familia, recordé de pronto a mi madre anclada allá lejos, en Chile … Tal vez fuera la evocación apasionada de su presencia lo que hizo brotar de pronto en mí como a borbotones un poema en que, a mi manera, tomando el testigo de mi madre, pude cantar algo parecido a la patria: la de ella, la mía, la que quisiera fuera también la de mis hijos: esa que no está en ninguna parte y sin embargo vive mientras se dice.
Así fue como escribí para ella

La balada de las estaciones

Primavera,vera,vera
una flor en el peral
se tambalea:
canta madre…
cruje seda en su vestido:
luz de luna en la luna del espejo
se refleja.
Don verano caragallo
chapalea con los niños:
el regato.
¡han llegado los viajeros
con los trajes arrugados de las fotos!
cruza madre que ahora es niña
con la frente humedecida.
En La Torre bate el polvo
el canalla estallando de dulzor
es entonces como ahora
paradigma de la historia.


Otoño ¡malo!
ayudante de piratas;
corre madre con los niños
a ganar al aguacero…
rasga risas el hogar,
¡han vencido!
el semillero yergue enhiesto
la lucida paradoja de obligar
al aguacero ¡a preñar!
Nieva invierno:
el canalla se ha aterido;
negro gime en lontananza
protegido por la súbita ternura
de los niños.
Gime el viento, rompe el rayo:
madre cuenta…
y la torre tiene carne de morada
esas noches al rescoldo
de la bella Genoveva…

Madre es joven, madre es bella
y los niños enterados
de la historia del invierno,
urden bien la estratagema:
¡no nos vamos a la cama!
¡nos quedamos…!
Si miramos para siempre tu sonrisa
si tendemos nuestras manos
y tú devanas,
si escuchamos el crujido del canalla
y deseamos fuertemente…
que no caiga…

El escudo de mi casa
tiene niños que se arman para luego,
tiene madre que devana
y un peral atormentado…
por los sueños de los sueños…
¡mientras dure la palabra!
Begoña Eguiluz de Sasía
En San Sebastián, a 12 de diciembre de 2006

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