jueves, 1 de julio de 2010

Simone Weil: la vida como metáfora

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Hablar de Simone Weil es algo que a la vez que una necesidad, tiene algo de desafío por la dificultad de precisar un lenguaje altamente complejo por la densidad de su significación, unido a lo fragmentario de su obra, obra que consta de abundante material, montañas de papel que Simone fue apilando, escribió prácticamente todos los días de su vida ya que hacerlo era también su otra forma de vivir. Registró así al hilo de su vida y no de una manera ordenada, en notas, aforismos, artículos breves cartas a menudo sin fechar, reflexiones muchas veces incompletas - sus múltiples preocupaciones: filosóficas, sindicales, políticas, religiosas y hasta económicas.
 Esto hace que quien quiera acceder a su pensamiento se encuentre ante una tarea lenta y penosa. Lo que hoy constituye su obra es el resultado del orden posterior que introdujeron en ella posteriormente sus editores con el fin de publicar sus escritos. Por eso, a pesar de sus esfuerzos , no podemos dejar de tener la sensación de asistir a la conformación de un pensamiento vivo , no fosilizado en conceptos sino en transcurso hacia algo que siempre parece estar más allá y que se nos hace poderosamente atrayente. A Simone Weil hay que leerla a ratos, repetidos muchas veces en el tiempo. Se debe la debe leer , además, en contacto con nuestra experiencia vital en transcurso: en ese día a día, en que inmersos en nuestras circunstancias, nos toca vivir y que, a la luz de su palabra va adquiriendo, si persistimos en mantenernos en contacto, una profundidad que convierte , a mi juicio, su obra en una lectura apasionante de la que no terminamos de saciamos. No es fácil acceder a esta pensadora pero, una vez atrapados por la honestidad y certeza de sus intuiciones, no podremos, fácilmente, prescindir de ella, aunque nos perturbe.


Lo primero que nos llama la atención, en relación con Simone, es la radicalidad de sus opciones. Todo lo que hizo en su breve vida indica que nunca se mantuvo al margen de ninguna de las circunstancias históricas que le tocó vivir. En ese sentido Weil se asemeja muy poco al intelectual al uso que, distanciado por su inteligencia y, de alguna manera protegido así de lo que pretende analizar, actúa como un espectador privilegiado de aquello que para otros es padecimiento puro. Simone piensa para vivir y vive para pensar. En ella las vertientes teórica y práctica de la filosofía se vuelven prácticamente indiscernibles. Son correlativas. Así, tanto su peripecia humana, como su discurso filosófico se hacen coherentes y se entienden bajo la luz de una influencia mutua Como pensadora, Simone, se niega a la simplificación sistematizadora tan grata a nuestro deseo de respuestas claras, precisas y ordenadas para todo aquello que nos inquieta. Ella renuncia al “orden” y acoge a lo contradictorio y confuso como parte, no sólo de la vida, sino de su decir acerca de ella. Puesto que ese decir no es sino el registro de lo que es. Su discurso acoge un pensamiento en transcurso y por lo tanto, no teme a la contradicción que la reflexión encuentra en el pensamiento cuando hace, “inventario de la realidad”, simplemente la acoge y registra como parte de esa aprehensión de la realidad que el pensamiento busca, sin caer en la tentación de intentar resolverla lógicamente. Simone amaba a los filósofos que se negaban a ir en sus discursos más allá de sus certezas. Sin embargo, dicho esto, su palabra no es confusa ni contradictoria, tan sólo densa y oscura. Tremendamente sugerente y difícil.

La vida de esta mujer tan lúcida y tan poco eficaz a la vez, también se nos hará difícil de entender si justamente la medimos por el valor de la eficacia. Es, sin embargo, una vida con valor de metáfora de lo que fue su pensamiento esencial. En su vida vemos en acción esa frecuente constatación del límite que nos impone nuestra naturaleza y también su negativa utilizarla como coartada para la no intervención. Su ineficiencia como obrera de la Renault, su inadecuación y “fracaso” como profesora de filosofía, su torpeza como miembro de la columna Durruti, su obsesión por compartir las condiciones de vida de los más desfavorecidos cuyo acto final constituye su negativa a comer más que lo que podían permitirse los franceses de la Francia ocupada, opción que finalmente le produjo la muerte, nos muestran a una mujer que se tomó las cosas con una seriedad de la que no claudicó pese a la constatación creciente de la “inutilidad” práctica de sus acciones. Es esta radicalidad la que muchas veces nos asusta. Pero es también ese, su mantenido intento de vivir como experiencia lo que pensaba, y la excelencia de un pensamiento progresivamente enraizado en lo que ella entendió como real y, al que su continua “impotencia”, no hizo más que dotar de una luz que para nosotros los cristianos, debiera resultar conocida, lo que en definitiva, nos atrae en ella. Ambas notas: aparente inutilidad y persistencia en el deseo son las que conforman su pensamiento filosófico como una orientación válida siempre pero, especialmente en tiempos ingratos. La lectura de Simone Weil es para tiempos difíciles, de esos en que somos obligados a vivir, como diría ella, “fuera del consuelo de los cálidos baños”.

Simone Weil fue profesora, sindicalista, obrera, militante de diversos movimientos civiles pero, fue, sobre todas las cosas, filósofa. Para ella la filosofía es, como para los antiguos griegos, tarea de dilucidación de aquello que, de verdad, Es. Un quehacer que, como entendía Platón, orienta la totalidad del ser humano, no sólo su alma hacia lo que, traspasando la pura apariencia, entronca firmemente en la realidad.

Aquello que constituye lo real para Weil tal vez pueda resumirse en un breve aforismo suyo:“ Dos fuerzas reinan en el universo: la luz y la gravedad”. En esta frase tan breve se condensa su intuición filosófica

La gravedad es el movimiento propio de lo material (un movimiento hacia abajo) La ley que rige el movimiento de los cuerpos. Es también la característica esencial del modo de ser en el mundo, es decir de la existencia. La gravedad es lo propio de la naturaleza. En el mundo todo está sometido a las condiciones de este movimiento incluso la materia síquica del ser humano. La Gravedad es, por decirlo de otra manera, el otro nombre de lo que desde antiguo la filosofía llamó necesidad. Este concepto apunta a todo aquello que no puede ser de otro modo y que, por consiguiente, puede existir solamente de un modo. Lo real necesario (lo existente en el mundo) expresa así el encadenamiento de causas y efectos a lo que lo existente no puede sustraerse de ninguna manera. A este concepto fundamental se asocia el de fuerza; el aspecto que la necesidad adopta en el marco de las relaciones humanas, ese elemento que, a lo largo de la historia, resulta siempre necesariamente vencedor , puesto que traduce en el plano de lo humano ese movimiento ciego y mecánico que es el propio de la naturaleza.

El tema de la fuerza es desarrollado con gran belleza en el comentario que Weil hace de la Iliada o como ella dice, el poema de la fuerza. Poema que describe seres humanos que, o bien se dejan llevar por la embriaguez de su propia fuerza, o bien se ven obligados por la fuerza de los demás o de su infortunio. El alma humana es siempre débil frente a la fuerza. Bien la maneje, bien la sufra, la fuerza transforma al ser humano. Este nunca queda indemne. De ahí ese acento de incurable amargura del poema. Así nos dice:


“ …La amargura recae en esta obra sobre el único motivo justo que para la amargura hay: la subordinación del alma humana a la fuerza, es decir a fin de cuentas , a la materia. Una subordinación idéntica para todos los mortales, aunque el alma la sufra de diferente forma según el grado de virtud de cada cual. Nadie en la tierra se libra del ella. Pero ninguno de los que a ella sucumben es juzgado y contemplado por ello como alguien despreciable. Todo lo que en las relaciones humanas y en el interior del alma humana escapa al imperio de la fuerza es aquí, amado, pero dolorosamente amado, dado el peligro de destrucción que dolorosamente pesa sobre esa libertad…”

En el poema la humillación del alma bajo la fuerza no aparece disimulada, ni cubierta por una fácil piedad. La belleza de La Iliada, en última instancia, viene dada de la convicción que se trasluce en sus versos de que el sentimiento de la miseria humana es una de las condiciones de la justicia y el amor. Sólo es posible amar y ser justo, dice Weil, cuando se conoce el imperio de la fuerza y se es capaz de no respetarlo.


El concepto contrario al de gravedad, lo constituye eso que Weil llama luz. Este movimiento se asocia con el ascendente. El movimiento propio de las alas. Aquello capaz de elevar lo pesado, de hacer ascender lo grave, contraviniendo, así, el movimiento hacia abajo, propio de lo material. El pensamiento de Simone Weil fluye impulsado por el motor de conceptos contrarios como los que acabo de nombrar. Pero, esto no significa, dualidad simple ni maniqueísmo. Así como las alas son capaces de elevar el cuerpo todo, la gracia es capaz de elevar lo material transfigurándolo. La Gracia no hace desaparecer la necesidad propia de lo existente, no elimina la fuerza, pero sí puede conseguir una operación aparentemente contradictoria; que la materia “deje de ser lo que es sin dejar de ser”. Es decir, se eleve hasta otro plano más allá de lo natural.

Esta operación es algo que ocurre única y exclusivamente en el interior del ser humano al que se entiende como puente de unión de ambos polos, gravedad y gracia. EL ser humano pues, se constituye en el único “lugar” en que se hace perceptible lo que existe en el mundo y, a la vez, lo que aquí en el mundo existe “sólo como ausencia”. Lo humano es, pues, el espacio de la experiencia tanto de la necesidad y con ello, de la impotencia, como de la libertad, entendida como la capacidad de orientar su alma, única forma de libertad accesible al ser humano según la filósofa, hacia la ausencia de lo que se siente como una dolorosa y permanente hambre que el alma se niega a pretender saciar con lo que no es sino, ilusión de alimento. Es el hambre de bien-belleza y verdad absolutas. El alma bien orientada se negará a satisfacer ese alma con sucedáneos, o, al menos, tomará conciencia dolorosa de que estos no son sino falsos alimentos , de que en este mundo no es posible encontrar el alimento que sacie, de verdad , ese hambre. Es esta orientación del alma la que hará posible la apertura hacia la gracia.


Aquello que permite la toma de conciencia de este nuestro ser puente es por un lado, la experiencia de lo existente sentido en su máxima crudeza y, por otra , la atención vigilante que proporciona la inteligencia adecuadamente entrenada para descubrir los disfraces que nuestra imaginación inventa en su intento de encubrir esa dureza que nos duele. No hay manera más efectiva para que la ley del mundo, la necesidad, penetre en nuestro interior que lo que ella llama la experiencia de la desgracia. La desgracia “obliga a reconocer como real aquello que no creemos posible”. Nos hace tomar conciencia con el cuerpo y el alma del vacío, del límite, de la radical indigencia de nuestra condición. No se puede ser desgraciado sólo con el alma. Es el ser todo el que queda conmocionado. Ser desgraciados es Ver y sentir en toda su desnudez el movimiento de gravedad que nos rige y cuya necesidad debemos soportar a nuestro pesar. Vivir la desgracia, ese sufrimiento sin prestigio ni utilidad alguna, nos obliga a dejar caer el velo ocultador que nuestra imaginación pone sobre lo que realmente somos Estamos condenados a experimentar de manera constante la presión de la implacable necesidad sobre nosotros y sobre lo que nos rodea. Cuando caemos en la desgracia, no cuando la imaginamos, tomamos conciencia de todo aquello que condena al mundo y al ser humano a ser lo que es por más que imagine alternativas que lo consuelen.

La desgracia nos obliga a despojarnos de la ilusión de centralidad y eternidad que se ciernen sobre nosotros haciéndonos la vida soportable por más falso que sea. El último grado de la desgracia, el más penoso, es ese que deja al ser humano convertido en “pura materia” ya que su peso le quita todo tipo de energía sobrante, la necesaria incluso para poder realizar el proceso psíquico que exige el pobre consuelo de lo imaginario. En ciertas condiciones, aquellas en que se está abocado de manera incesante a la lucha por preservar la vida, como puede ser la que se sufre diariamente en una cadena de montaje como la Renault en los años treinta del siglo pasado, en un campo de concentración, o en situación de esclavitud, entendiendo la expresión en su más amplio sentido; ese estar atenidos en todo momento a la voluntad de otro, no permite mantener la energía sobrante que se traduce en pensamiento (lo esencial del ser humano). Los hombres y las mujeres no pueden ya en estas condiciones, sino reproducir la vida animal guiada a la satisfacción de las más simples de las necesidades materiales. Lo humano así, pierde incluso esa capacidad de orientación hacia lo absoluto de que hablábamos antes. En sentido estricto, el desgraciado, se convierte en materia, a menos que un proceso anterior haga capaz de hacer permanecer el alma correctamente orientada, algo para Simone Weil, extraordinariamente difícil bajo el yugo de la desgracia extrema.

La desgracia es arbitraria, impersonal, no nos elige; cae sobre nosotros de la misma manera que la luz; sin distinguir justos de pecadores. Es necesario añadir que, además, se institucionaliza colectivamente en la historia como una constante, fruto de la ley de la fuerza, por la cual, en condición de desigualdad , el más fuerte obligará al débil a aceptar siempre su voluntad y, de esa manera, el derecho del más fuerte se eterniza en condiciones que bajo distintas combinaciones reproducen siempre la misma desigualdad esencial. Dice Weil, a propósito, que” eso que solemos llamar justicia es siempre algo que se juega entre iguales”. En situación de desproporción lo que actúa es el derecho del más fuerte por más que se lo camufle con otros nombres más asépticos. La profunda admiración de esta filósofa por los griegos antiguos viene dada de que observa en su civilización esa distinción que su honestidad intelectual les llevó a hacer entre lo posible, entendido como lo natural y por lo tanto, entre lo necesario y lo justo,

Recordemos a Tucidides, el historiador
Los atenienses, en guerra contra Esparta pretendían que los habitantes de la pequeña isla de Melos, aliada de Esparta desde tiempo inmemorial y que hasta el momento había permanecido neutral, se uniesen a ellos. Ante el ultimátum ateniense, en vano los habitantes de Melos invocaron la justicia, implorando piedad en nombre de la antigüedad de su patria. Se negaron a ceder y los atenienses arrasaron la ciudad, mataron a todos los hombres y vendieron como esclavos a las mujeres y los niños. Entonces el historiador pone en boca de los atenienses estas palabras

“ no trataremos de demostrar que nuestro ultimátum era justo, tratemos más bien de lo que es posible…lo sabéis igual que nosotros; tal como está construido el espíritu humano, lo justo sólo se considera cuando hay igualdad por ambas partes. Pero si una parte es fuerte y la otra débil, lo posible es impuesto por la primera y aceptado por la segunda”

“Tenemos la creencia respecto a los dioses y la certeza respecto a los hombres de que siempre, por necesidad de la naturaleza, cada cual domina donde tiene posibilidad de hacerlo. No somos nosotros quienes hemos formulado esta ley ni los primeros en aplicarla; la hemos encontrado establecida y la conservamos, pues debe durar siempre y por eso la aplicamos. Sabemos también que vosotros, como cualesquiera otros, actuaríais de la misma forma si tuvieseis el mismo poder
”.
La justicia, entonces, es algo que en este mundo existe sólo como aspiración y constatación de su ausencia. “La Iliada”, Los Persas”, Las Troyanas”, obras que los griegos fueron capaces de escribir desde el punto de vista de los vencidos, son prueba de que aquellos hombres fueron capaces de resistir al disfraz que tantas veces teje el lenguaje sobre la realidad para hacerla de alguna manera” políticamente correcta”. Supieron llamar a las cosas por su nombre.

El criterio para la realidad en el mundo tiene, al fin, en Weil la forma de un aforismo . “ Lo real es duro y rugoso. Uno encuentra algunas alegrías en ello, pero no placer. Lo que es agradable es ensoñación."
Pero lo real no termina en lo existente. Es en lo humano donde se produce el tránsito de algo que es lo que rige este mundo, el decir la necesidad y, un atisbo de algo que aquí, en esta tierra, se vive sólo como ausencia, pero cuya necesidad se siente como real. Los seres humanos somos en este sentido puentes entre dos realidades; la de aquí y aquella a la que accedemos por la constatación en nosotros de lo que la filósofa llama hambre. Simone habla del hambre de bien, verdad y belleza absolutas como una constante de la condición humana. Su deseo de ellas nos marca por más inalcanzable que sea su consecución como realidades existentes.”Mientras no se ha comido, dice, Weil, ni siquiera es muy útil, creer en el alimento. "Lo esencial es saber que se tiene hambre. Por lo que sólo nos queda pedir y esperar.” Confundir los planos significa algo así como confundir utopía y realidad. En este mundo el bien absoluto es un imposible. Cuando actuamos, nuestra acción nunca será esencialmente buena, siempre, estará de alguna manera contaminada de mal. Nuestra intención siempre, al convertirse en acción, quedará teñida por la gravedad, esa pesadez que impone la necesidad, eso que antes hemos llamado “lo posible”. Es importante saberlo y aceptarlo .Los paraísos en la tierra son imposibles y cualquier intento político de obtenerlos estará abocado al fracaso. No será sino otra forma de perpetuar la fuerza. Es la aceptación de esta ausencia de verdad-belleza y bien absoluto de la esfera del mundo es lo que permitirá al ser humano inhibirse de actuaciones que pretendan contravenir esa ley y, con ello, empeñarse en hacer posible, lo imposible. No sería sino otra forma de crear más desgracia. Es esta constatación lo que la obliga, entre otras cosas, a denunciar el triunfo de la revolución rusa como una nueva forma de opresión. Fue de las pocas intelectuales de izquierda de la época que no se dejó engañar por el estalinismo y lo denunció desde el primer momento


La gracia, aquello por lo cual la necesidad, sin dejar de serlo, aparece como trasfigurada, se hace presente en aquellas condiciones en que la orientación del alma del ser humano está dirigida hacia el amor. El amor, como dirección es lo que hace posible la actuación de la gracia. Sólo entonces podemos evitar trasmitir el mal necesario. Sucede esto, cuando en una situación de clara desproporción de fuerzas, el fuerte es capaz de tratar al débil como a un igual. Hace posible también que en situación de desgracia, el ser humano no sea destruido y no se vuelva, así, un cooperador necesario del mal respondiendo a la ley por la cual” Uno devuelve lo que recibe”, de acuerdo a la “ley de la gravedad”. Sólo el amor puede impedirlo.

El amor en Weil tiene algunas características que es conveniente señalar para entender por que sólo a través de su presencia puede operar la Gracia, esa que impide la transmisión del mal aunque no pueda impedir su padecimiento. Su formulación es difícil pero tremendamente sugerente:

Amar es ser capaz de reconocer la existencia de lo que no somos nosotros. El amor tiene necesidad de realidad y renuncia a ser alimentado por la imaginación. Quien ama consiente en que otro, como tal, sea. “ Amar es consentir en la distancia, es adorar la distancia entre uno y lo que se ama"

Sólo desde esa distancia que renuncia a la fuerza y la fusión, podemos ver al otro como una existencia en sí misma y como tal, respetarla, o bien, empeñarnos en que sea preservada, cuando es el desgraciado quien se nos acerca.

Si se ocupa el lugar superior en una relación desigual de fuerzas la virtud sobrenatural de la justicia consiste en conducirse exactamente como si hubiese igualdad .”

Sabremos también ver en la desgracia que cae sobre nosotros, incluso en aquella que nos viene dada por mano humana la acción de la gravedad y aceptarla como parte de necesidad que rige el mundo Pero para ello es necesario haber abandonado los amores ilusorios y, también haber encallado en el límite doloroso de lo real-existente sin cerrar los ojos. Sólo desde aquí se puede resistir el sufrir el mal sin devolverlo obedeciendo a la ley natural. Sólo desde aquí también es posible algo mucho más difícil; el “pasarse al campo del vencido”movidos por un movimiento que se traduce en alas. Es la presencia de la Gracia.

Este proceso teórico práctico por el cual el ser humano se hace capaz de gracia es orientado por la inteligencia en su vertiente de atención y espera “ una suerte de silencio intelectual que de otra manera sería disfrazado rápidamente por esa tendencia a velar propia de nuestra imaginación, aquella que nos impulsa a abalanzarnos sobre las cosas sin esperar que se nos muestren para hacerlas ser lo que queremos que sean.” La atención es esa capacidad que consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto que quiere conocer, manteniendo próximos al pensamiento pero en un nivel inferior y en contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados. Cuando el pensamiento, se precipita sobre algo queda lleno de forma prematura y no se encuentra disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de querer ser activos, de querer buscar”. Entonces lo que acude no es revelación sino imaginación. La gracia siempre es producto de la atención, de la espera, de ese mantenerse vigilantes sin dejarse seducir por la imaginación.


La atención permite, entonces, detectar aquellos elementos deformados surgidos de ese deseo de manipular lo real para hacerlo soportable y del cual la imaginación es la gran aliada Esta actitud de vigilancia es la que permite renunciar al deseo de pretender cambiar lo que es y, con ello nos capacita para el dolor y, éste, para lo que es fundamental en el pensamiento de Weil: la capacidad de amar lo que es tal como es. Es decir; aceptar la verdad y esta verdad es de las cosas que sólo se aceptan experimentándola una y mil veces. Será aquí donde se produzca también el punto de unión entre teoría y práctica de este pensamiento. El amor permite, por una parte el acceso a lo real y por otra, la renuncia al deseo de cambiarlo pero, también, articula una conducta guiada por la compasión, que es el resultado necesario de ese darnos cuenta. La compasión, esa capacidad producto de la gracia, por la cual el ser humano se hace capaz de algo que parece imposible: el poder padecer con otro y así elevarlo, ayudándole a conservar su humanidad.

“Aquel que trata como iguales a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hace realmente el don de la condición de seres humanos que la suerte les privaba. Reproduce a su nivel, en al medida en que tal cosa es posible para una criatura, la generosidad original del creador”.

Es lo que posibilita también, ese algo aún más difícil, el abandono de la seguridad en que la suerte nos ha puesto y pasarnos al campo del vencido para compartir su suerte por amor negándonos a hacernos cómplices de la desgracia institucionalizada.

Para la inteligencia el mundo aparece como un texto, cuya lectura no es automática. Para leer correctamente lo que el mundo, de verdad, es será necesario desembarazarse no sólo de aquellas trampas que la naturaleza pone en nosotros a través de la imaginación sino además, del velo insidioso que una civilización terriblemente alejada de los griegos ha convertido en una especie de segunda naturaleza en relación con nuestra forma de percibir lo existente. Será la atención la que ayude restituir a la lectura del mundo su verdadero sentido. Este proceso del conocer lo que es se hace diáfano cuando se nos manifiesta aquella antigua relación platónica que yace oculta. Bien-belleza-verdad, trilogía cuya relación no se sabe pensar ni explicar pero que no puede ser pensada separadamente.


El conocimiento como resultado de una lectura correcta de la realidad nos remite en derechura al eterno problema del lenguaje. Weil entiende que hay palabras ilusorias por más que sus efectos sean muy reales y palabras reales; aquellas capaces de enraizarnos, cosa sólo posible en suelo firme. La dinámica de la fuerza, presente como una constante en el juego de las relaciones humanas a través de la historia, está impulsada por palabras a las que ella denomina palabras- fantasma. Son aquellas palabras que permiten e incluso perpetúan la actuación de la fuerza porque la encubren. Cumplen la misma función que Helena en la guerra de Troya. Helena es la metáfora por la que se desencadena un conflicto real. Helena es el símbolo de esas palabras llenas de prestigio “-El prestigio, es realmente una fuerza, e incluso constituye, en última instancia, la esencia misma de la fuerza”, dice Weil, que nos llenan la boca y mueven nuestras emociones pero que no significan nada real. Son palabras tremendamente peligrosas porque tejen de irrealidad cualquier conflicto que no puede ser resuelto puesto que estas palabras, al ser ilusorias, no tienen referentes que permitan captar la realidad concreta y situarse frente a ella. Para Weil todas las palabras de nuestro vocabulario político-social son de ese rango: estado-nación-democracia-propiedad-autodeterminación-patria, etc. Su función es encubrir la realidad y absolutizar lo que no puede nunca ser considerado, bajo riesgo de impulsar la desgracia, sino relativo. El amor que provocan es ilusorio y la actividad a la que mueven no es sino aquella que responde a la eterna ley de la necesidad sin trasfigurar: la perpetuación de la fuerza.

Pero también hay palabras de otra índole; palabras enraizadoras, aquellas generadoras de vida, son las únicas que pueden articular la atención y la espera de lo que “no está” en el mundo .Weil las encuentra en las grandes tradiciones antiguas, sobre todo en la griega que contrariamente a la romana en quien vio la encarnación de la fuerza, le parece un semillero de vida. Las grandes religiones, el verdadero arte, aquella “leona herida” persa, por ejemplo, el folclore, las tradiciones populares.

Es enraizadora toda palabra que obliga al balbuceo al discurso oficial del vencedor, aquella capaz de articular el lenguaje del vencido, mejor dicho aquel que los vencidos articularían si les fuese posible, aquel que no sería una afrenta sino un acto de redención. Buscar, decir, enseñar hacer posible esas palabras sería así una de las grandes obligaciones de aquellos que poseen la cultura.


Quisiera terminar esta exposición haciendo referencia a través de dos episodios de dos grandes obras griegas a algo que Simone Weil consideró como paradigmático para estar de verdad en el mundo enraizados en lo real.

El primer episodio aparece en La Iliada y hace referencia a Héctor, héroe troyano, en el momento que marcha a la que sabe será su última batalla: la que librará con Aquiles, el héroe griego, ya que tiene la seguridad de ser vencido. Héctor simboliza el amor a la necesidad, eso que Simone llamó también “amor a la belleza del mundo”.Mientras se dirige al encuentro con su enemigo sabe que no volverá a gozar “del cálido baño” que su esposa Andrómaca, le ha prometido tenerle preparado para cuando vuelva al hogar. Lo sabe y sigue adelante negándose a imaginar la dulzura del baño en el hogar. Marcha lúcido y, por lo tanto con un dolor intacto que para los griegos era apertura a esa belleza del mundo, entendida como aceptación de lo que es, suprimiendo incluso el deseo de que no sea as y por lo tanto, la esperanza.. Héctor es un modelo en este sentido. En él está perfectamente simbolizada esa probidad de la inteligencia que se niega a transar con lo que no es.

El segundo episodio es el que protagoniza Antígona, la heroína de la tragedia de su mismo nombre. Según cuenta Apolodoro, cuando Creonte se hizo cargo del reino de Tebas dejó insepultos los cadáveres de los argivos, que habían pretendido conquistar la ciudad de los tebanos y habían perecido todos en el intento. Creonte no se limitó a prohibir bajo pena de muerte que se los enterrara, sino que además puso vigilantes en el campo en que yacían muertos los vencidos. Entre estos se encontraba Polinices, hijo de Edipo y hermano de Antígona, a quien su otro hermano, Eteocles, en defensa de Tebas había dado muerte y había muerto él mismo. La reacción de Antígona fue la de huir al campo de los vencidos, robar el cuerpo de Polinices, y enterrarlo en secreto. Este es el episodio que da pie a la Antígona de Sófocles. Ella es la hija de Edipo. Goza de la seguridad que le proporciona el ser sobrina del tirano de Tebas. Su suerte es la de los vencedores, pero llevada del amor hacia el hermano vencido que yace muerto e insepulto es capaz de, dejando de lado toda seguridad, abandonar el palacio y “actuar sin necesidad”. Por amor, Antígona elige compartir una suerte aciaga que no le corresponde. Simone hubiera dicho que esto es algo imposible sin la actuación de lo que ella llamó Gracia.

También Simone Weil, como Héctor se negó a dejarse consolar por la ilusión. Vivió el mundo sin coraza protectora dejándose penetrar por la desgracia de su tiempo para hacerse consciente y poder amar, así, sin ilusiones, es decir, amar de verdad su circunstancia y la de su tiempo .y es así también, que como Antígona se hizo capaz de hacer de su vida una huida consciente y obstinada al campo del vencido para, puesto que no podía evitarla, compartir, por amor, su desgracia.




Recomendación: Aquellas personas que quieran iniciarse en el pensamiento de Simone Weil es conveniente que lo hagan leyendo A LA ESPERA DE DIOS . Editorial Trotta.

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