sábado, 27 de noviembre de 2010

Esperando a los bárbaros


Para Toussaint Durame, mi amigo haitiano

Sé que Agustín de Hipona es un santo incómodo. Hay quien ni siquiera lo cree santo...sé también, que excepto "Confesiones" y algunas frases luminosas, su prosa es farragosa, disgresoria, abtrusa...

Me duele, (en realidad cada vez que lo pienso me indigna), que abandonara a Floria, su amor de juventud y le arrebatara a su hijo Adeodato, para que fuera cuidado y "enderezado" por la insufrible Sta. Mónica, la de los surcos en las mejillas...santa antipática donde las haya. Lo perdono,  porque tengo la seguridad de  que el dejar a aquella inteligente profesora de retórica, con la que un día atravesó el Arno de la mano mientras bebía el aroma que esparcía el vuelo de sus cabellos, lo sumió en una congoja de la que  no se recuperó nunca...

Además, es nada menos que el principal de Los Padres de la iglesia latina. Aquellos que dieron forma a nuestro cristianismo y horneándolo en el fuego de Platón, traicionaron el espíritu del judío Jesús de Nazaret y le quitaron tanta  de aquella alegría de vivir de la que Él siempre hizo gala .

Pero sabiendo todo esto, cada vez me consuela más el viejo Agustín, el que desolado ante el saqueo por Alarico de la ciudad de Roma, escribió "La ciudad de Dios", inaugurando con ella nuestra filosofía de la historia.

Sí, Agustín rompió con la antigua convicción griega del tiempo, como un "eterno retornar" de lo mismo. Ese tiempo cíclico gemelo de las mareas, las fases de la luna, las estaciones... Dejó sentado para siempre y nos lo acuñó en las entrañas,(por más que Nietszche intentara rescatar el viejo círculo una vez más siglos después),  que la historia marcha en  línea recta ( recta un poco como al modo de Miró, todo hay que decirlo) y se dirige hacia un fin,  en que se  logrará dar cumplimiento a la insobornable esperanza de plenitud que late en toda alma humana.

 El avance de la historia  es misterioso. En sus campos luchan desde el inicio de los tiempos, dos ciudades invisibles pero evidentes... Una, "la del mundo",  ha entendido la tierra y lo que la habita como su heredad particular y de ella se sirve a discreción, intentando saciar una sed cuya fuente era buena (amor), pero su dirección nefasta. Es ese "uno mismo" convertido en gargantúa insaciable que el filósofo llamó concupiscencia... La ciudad del mundo es la madre de todo mal con firma de hombre. Es su actuar dañado el que  late en el origen de todo lo que nos aflige. Codicia, hambre, explotación, crueldad, miseria... todo aquello que hace difícil y a veces imposible la vida de tantos sobre la tierra.

Pero también existe "otra ciudad", que presente desde la primera hora, actúa en la mayoria de los casos invisible en medio de nosotros. No aparece ni en los libros de la historia oficial, ni tampoco en los noticieros habituales. Esta ciudad es siempre intrahistoria, leyenda oral, recuerdo familiar, papel casi perdido, crónica al margen, caldeada evocación...es la ciudad que forman todos aquellos que han vivido y viven amando como Dios ama. Esto es, en donación pura de lo que son, con el terco propósito de sostener la vida allí donde flaquea, donde está en riesgo de volverse imposible. Aquellos que "no rompen la caña trizada", los que más bien la apuntalan con infinito cuidado y paciencia... Caridad, preciosa palabra que se ha banalizado tanto a lo largo de los siglos, hasta convertirse en algo así como la imagen de una dádiva, que desde una infinita distancia se brinda con guante para no contaminarse con el toque ajeno de la desgracia...

Quien tiene caridad, en el verdadero sentido de la palabra, es alguién que  ha permitido a Dios una operación  terriblemente dolorosa  pero efectiva...meterle la mano en el pecho y sustituir su corazón de piedra, por uno... de carne.

Ambas ciudades están compuestas por legión, que generación a generación renuevan sus huestes. Ambas son inevitables (el ser humano es libre) y prevalecerán hasta el fin de los tiempos.

Agustín, gran defensor del cristianismo contra los paganos y sectas varias, no osó por más que alguna vez haya yo oído lo contrario, hacer coincidir "la ciudad de Dios" con ninguna religión, ni siquiera con la cristiana. Tuvo muy claro que la opción que nos sitúa en cierta "dirección", es mucho más personal y misteriosa que una creencia religiosa explicita y que a menudo no coincide en absoluto con ella.

Se  los conoce por sus obras y aunque muchas veces lo parezca, no están solos. Ignorada o explicita, una Presencia formidable los acompaña. El Dios de Agustín es un dios fieramente enamorado de su criatura y  se vuelca sobre ella sin concesiones. Es esa providencia también tan mal  explicada y entendida como la acción de un dios salvador de las dificultades estratégicas de sus acótitos que osan utilizar al "Señor de la vida" como maza ...ese que dirigía las tropas de Bush contra el islamismo o el que latía al frente de los soldados de Franco en la triste guerra de nuestros abuelos...¡Pobre imagen de Dios!...Agustín se habría arrancado las barbas.

No. Providencia es la convicción que late en todo hacer al borde del agotamiento y que se ejerce  en favor de la vida... de que  dará fruto incluso mas allá de la misma muerte...es la fe que sostiene una esperanza que muchos ni dicen, ni saben decir, o incluso, les repugna decir pero que en ellos es experiencia pura.

Cuando poco después de la caída de Roma Agustín agonizaba en Hipona, mientras los bárbaros asediaban las puertas de la ciudad que amaba, quiero pensar que sus propias palabras consolaron la angustia que muchas veces ahora nos ronda  también a nosotros, mientras sentimos el ulular espantoso que nos llega imparable de este mundo tan ancho y a la vez tan apasionadamente nuestro,cuyas puertas también rechinan, crujen y  tiemblan...

2 comentarios:

  1. Hola Begoña

    Es un placer leerte y aprender tanto a la vez. Me hubiera encantado tener un profesor de filosofía que explicara tan bien los conceptos, las ideas, reflejara las situaciones con tanta claridad tal y como tú haces.

    Contigo es fácil amar la filosofía.

    Besotes.

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  2. Bueno días, Begoña.

    Yo, que si tengo la gran suerte de ser alumna tuya, agradezco, que una vez más, nos rescates lo bueno de Agustín de Hipona, lo mismo que has hecho en tus clarificantes clases con otros incómodos personajes.

    Eukene

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