martes, 1 de julio de 2014

De hierros y legados.

Mis hierros.


Recuerdo que cuando leí Mujercitas, quedé encantada con el testamento de Amy. Me parecía hermoso y significativo eso de dar destino a cada uno de los objetos que amaba. Tenía muy pocas cosas en aquel entonces, pero según recuerdo me inventé mi propio documento muy historiado, tal como gusta a los niños, que  escondí convenientemente como también les gusta y que se perdió en uno de los múltiples trasiegos familiares que me llevaron de un lado a otro durante mi infancia.


Cuando más tarde conocí los romances Castellanos, me  volvió a encantar la costumbre del legado. Aquella mitad de moneda, aquel anillo, servían  más tarde  para poder reconocerse. Hay ciertos legados que son preciosos, porque nos transmiten lo más delicado de la vida. Son translucidos y secretos, porque que sólo quien los recibe, sabe. Son los más bellos quizá, porque mueren con uno. Poseer algo de esta manera abriga, preserva. La vida me ha ido enseñando cuánto. 

Mis cosas bellas, las que tienen valor en sí mismas en razón de su propia belleza, ya han sido legadas. Cuando yo no esté, otras manos se harán cargo del Buda, de mis cuadros, de mis anillos, de mis libros... y serán manos amadas.

Pero algún día en un junio aún por llegar, haré una gran pira en mi jardín y allí irán cayendo, cada una de mis cosas pobres, las más personales que tengo. Lo que nadie sino yo puede cuidar. Nunca serán motivo de deseo para nadie, porque nadie sino yo percibe su valor incalculable.

Cuando ya no estemos, alguien abrirá nuestro armario, el cajón de nuestra mesa y decidirá, pero hay algunas cosas, pocas,  sobre las que no quiero que nadie por más amado que sea, decida. No las dejaré al azar.
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Era una tarde de agosto, cuando un niño que era una pura gavilla de sol, me lo entregó orgulloso y jadeante con su manita sucia... ¡Mira amá, un regalo! ¡Mira, para ti! ¡Qué no te lo quite nadie!  y en mi mano en cuenco se deslizó un anillo de hierro que había encontrado entre la hierba y que me colocó todo ceremonioso en el dedo meñique. ¡Qué elegante amá: no te lo quites!
 Como " la Magdalena de Proust", ese pedacito de hierro, guarda la llave de un idilio, en el que aquel niño fresco y flexible como un brazo de mar, me refrescaba el alma con su risa constante, porque entonces era mi niño. A veces, en la claridad del primer verano, vuelvo  a insertar el aro de metal en mi dedo pequeño, para sentir de nuevo correr y abalanzarse sobre mí besos y risas, conversaciones intrincadas en la cocina, promesas de amor  eternas "hasta el infinitoooo"… y calor, un  calor delicioso, que ni mi alma ni mi anillo han olvidado.
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...tiene 11 años y acaba de cruzar el mar durante un largo mes  y se siente  perdida caminando por un puerto que le es totalmente ajeno, hasta que  de pronto le sale al encuentro el que será el primero de sus hierros: pedazo de metal retorcido sobre sí mismo, un abracadabra en forma de Epsilón, caliente del sol de mediodía que despierta sus ganas y al recogerlo, inaugura el puerto de Montevideo, que se convierte en su rayuela particular, mucho antes de haber leído la novela de Cortázar. Desde aquel momento, es cosa de mirar mi Epsilón  y que yo recupere la inevitable sensación de expectativa del tiempo por venir… 
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Mi padre, único conocedor de mis amores herrumbrosos, me trajo de mañana, una vieja herradura encontrada en calle San Diego de Santiago, por la que después de una larga noche de trabajo, volvía a casa. Desde entonces ha lucido en los dinteles de todas mis puertas de entrada, preservando ese gesto por el cual él quiso legar suerte a su hija. Ahora, tantos años después, sigue siendo mi llave a sus ternuras. Las viejas y carcomidas novelas de Baroja que buscaba quién sabe dónde para mí, las manzanas verdes y jugosas que ambos compartíamos y que ahora que no está, me hacen levantarme a media noche a buscarlas, su torpe mano cariñosa, el aroma limpio y salobre que esparcía su querida presencia al abrazarme... Vuelve ese entristecer brusco cuando termina la tarde, ese disfrute único del abrazo de las aguas del mar de cualquier puerto, ese miedo acurrucado en el vientre, tan castigado por la pluma y que son su muesca en mi alma.
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En la catedral de Salamanca, mi madrina trapichea un par de clavos torcidos hechos a mano con su habla cantarina. Han sido recién extraídos de una puerta muy vieja y ella me los entrega al salir como un regalo precioso, una mañana fría de noviembre. Y ahora, cuando los acarició de anochecida, ella que aun viviendo ya se ha ido, sigue inundando mi cuarto del fulgor de las flores que me regaló tantas y tantas veces. Rosas, fresias, calas, girasoles, ranúnculos, anémonas, margaritas, adelfas, saúco ... Aquellas patillas de geranios robados de las tapias de sitios inverosímiles, vuelven a esparcir su aroma antiguo y transgresor. Siento el tintineo de la taza de té que dejó tantas mañanas junto a mi cama cuando iba a dormir a su casa. La escucho establecer nuestra complicidad de chorros abiertos, manos bajo el agua y medias palabras sabrosas ¡Qué hermosa y qué rubia luce siempre, acariciada por el conjuro de los clavos de Salamanca!
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La palanca la encontré en  una hondonada rocosa, cubierta por la pleamar de El Tabo, y con ella en mi mano, soy dueña de nuevo de la plenitud de mi juventud tapizada de hojas de toronjil. El sonido de una mar un poco lejana, el frescor de arena alunada y los signos cabalísticos  de las huellas de codornices transitando hacia el boscaje… vuelven. Siento otra vez el abrazo trémulo de la hora de la siesta toda húmeda aún tras la larga nadada,  el crujido de las novelas interminables con las hojas manchadas de arena. Vuelve la tersura a la piel y recupero los decires apasionados, las brazadas de horas por vivir, las siluetas esbeltas de mis hermanas a lo lejos...

... Todo esto se esconde en la cábala de unos hierros que no puedo legar