El mundo de mi madrina y Ziripot. |
La muerte me devolvió su voz esta tarde cuando, agotada tras la larga jornada de clases, imaginaba mi ramo de Navidad frente a las flores del San Martín.
Pino, Bego, frutos rojos. Siempre tallos largos- oí clarito- ¡Más verde! Un poco más alto... Sí, ese par de piñas. Sí. Así...
Nadie me regaló jamás tanta flor como ella. Cada venida quedaba señalada por regueros de ramos variopintos que mantenían su belleza mucho tiempo después de que se fuera. De ella aprendí a disponerlos con y en cualquier recipiente que pudiera contener agua... La idea de flores recogidas al pasar debía ser una ilusión constante. Lo primero era desatar amarras (ambas odiábamos el alambre y los tallos cortos) luego acariciar cada flor mirándole el perfil. Ensayábamos hasta descubrir el punto justo en que cada una, quería apurar poco a a poco su tiempo hasta el límite.
Caíamos con frecuencia en la tentación de malgastar el agua llevadas por el placer de poner las manos bajo chorros ubérrimos. Lavábamos enaguas, pañuelos y platos: eran nuestra coartada. En otro tiempo hubiéramos sido mujeres de fuentes, de cisternas, de pozos... Las dos nos enamorábamos de objetos estrafalarios de belleza evidente solo para nosotras. Me enseño que puestas de cierta manera, en determinado ángulo, una vieja cesta de mimbre con una patina especial, un herraje cuyo uso era pura conjetura, se convertían en entrañables obras de arte.