domingo, 22 de noviembre de 2015

Fragmentos a vuela pluma III






Durante esta semana aciaga que comenzó en mi conciencia el viernes 13 de noviembre poco después de las once de la noche, he leído multitud de artículos intentando informarme. He reflexionado sobre las causas, la complejidad, la responsabilidad y las consecuencias de lo ocurrido en París. Me he encontrado a ratos indignándome frente a ciertos comentarios, secundando otros y desconcertada, apurando impotencia, las más de las veces... Pero, si he experimentado estos días algún dolor genuino de esos que te dejan el alma en carne viva, no ha sido frente al número de víctimas, ni frente a la proliferación de flores y velas en los lugares donde habían acontecido los atentados, ni frente a las imágenes dantescas... El dolor ha florecido frente a un recuerdo:

Había luna llena aquella noche de diciembre  y yo salía de un concierto de gospel de La Sainte Chapelle en la Cite de France. Apenas había comenzado a caminar hacia el hotel cuando un extraño sonido me hizo volverme:  una riada de jóvenes  deslizándose en patines " allegro ma non troppo"  se apoderaba de la calzada en silencio bajo la luna. Sé que viví uno de esos raros instantes en que el tiempo se encasquilla.

 Estos días, la extraordinaria gracia del movimiento nocturno de aquellos jóvenes me parte el alma. Parece no tener sentido... pero es así.

Hace un tiempo vi un documental "El color de los olivos" creo que se llamaba. Una imagen me quedó grabada.

  Una mano morena, encallecida, de uñas rotas, acaricia una naranja madura a punto de dar el pequeño tirón que la separe del árbol que se siente polvoriento y enjuto sacudido por una brisa que es pura delicia...

 Y cada vez que cifras de sirios destrozados llegan a mis oídos  veo  esa mano a punto de hacerse con la naranja madura, allá por Cisjordania.

Creo que es la vida buena que se ha hecho imposible... lo que  me duele.

A menudo, cuando me hablan de la conmoción que produce la sangre, los escombros, el polvo, los aullidos, siento vergúenza por mi extraña sensibilidad que no me permite imaginarlos en su crudeza y que en cambio, sea una imagen bella como en flash back la que acuda a romperme. Una imagen llena de plenitud

Siempre me ocurre así. 

Cuando en Chile, me hice consciente del horror durante la dictadura militar, cada vez que sabía de aguien que había sido torturado, asesinado o hecho desaparecer, acudía como en sordina la imagen de una pareja de jóvenes que recordaré siempre.

Era invierno y yo leía en la antigua biblioteca del Pedagógico. En una esquina, una muchacha unos años mayor que yo escribía. Sentía caer la lluvia con violencia, el aroma de la chaquetas de lana mojada, las voces apagadas de los que se acercaban a pedir libros al mostrador... Ella de vez en cuando, levantaba la mirada y la dirigía hacia la puerta. Chorreaban los paragüas, la luz se hacia cada vez más tenue, yo pasaba las páginas de mi libro, el interior se hacía cada vez más cálido... Afuera ya se habían encendido las farolas y su luz reververaba entre la lluvia, cuando un muchacho moreno con el pelo mojado, entró y se dirigió hacia la chica. Se inclinó y la besó en el pelo mientras ella odenaba sus cosas... Luego, cuando  se ella levantó, él la abrazó al modo y manera en que lo hacíamos en aquellos años... por la cintura y, después de subirle bien las solapas del abrigo, salieron juntos a la lluvia con sus bolsos cruzados en bandolera y... se transformaron en mi imagen del dolor de todo cuanto pasó a partir de la siguiente primavera

Sí, es la vida buena que se destroza, la que duele en lo vivo, lo demás... solo aterra.

4 comentarios:

  1. Gracias, Begoña. Es precioso. ¿Podremos volver a la vida buena?

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  2. Por lo menos, espero que luchemos fieramente por ella; por la de TODOS, aclaro. Cada vez se hace más necesario leer literatura, ver buen cine...observar la vida con pasión. Necesitamos imágenes verdaderas capaz de traspasar el instante de conmoción y traspasar nuestra memoria poética.

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  3. Estos acontecimientos me recuerdan el terror generalizado que conmocionó a la humanidad a mediados del siglo XIV, mientras la negra guadaña de la peste segaba las vidas de las dos terceras partes del mundo conocido sin que nadie pudiera evitarlo, ni las rogativas, ni culpabilizar a los judíos, ni las ocurrencias más estúpidas.
    Grupos de amigos se salvaron recluyéndose en casas de campo, alejadas de las ciudades, cantando, bailando, leyendo, narrando historias… Eran pequeños oasis donde esquivar el miedo, enemigo silencioso de nuestras frágiles libertades.
    Seguiré tus consejos “leyendo, viendo buen cine, observando la vida con pasión”. Gracias Begoña.
    José Ramón.

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