lunes, 3 de julio de 2023

Transgresión





Apenas abrió la puerta se sintió asaltada por la luz de ascua que el salón solía tener a aquellas horas. 

Todo estaba encendido. Todo reverberaba como si la atmósfera vuelta ámbar convirtiera en translúcido  todo aquello en lo que se detenía su fulgor.

La luz bruñía lo opaco. El buda adquiría una rojez oscura de herida antigua, pero el bronce mantenía su opacidad intacta aún golpeada, terca al trabajo de la luz. 

Sí, todo estaba casi en orden.  El calor de la presencia de él se mantenía intacta, también ella revelada de alguna manera por la luz. La cubierta de hilo crudo del sofá un poco arrugada, los cojines arremolinados con la forma aún de su cabeza temblaban en su precario equilibrio, sus libros de viajes sobre el vidrio se abrían de canto y como en un espejismo tornasolado, la barca de Hator viajaba también con el crepúsculo… 

El refinamiento de las hortensias adoptaba cierta cualidad gaseosa que se derramaba sobre la plata mustia de las abuelas para siempre recuperadas muchachas en flor... 

El aire se condensaba en un polvo delicado. Las cosas navegaban  y bajaban como corderos a abrevar de su corazón cansado, antes de hundirse palpitando en lo oscuro.

Era la tarde que se negaba a morir. Flotaba la huella de un aroma que ahogaba porque condensaba, mucho bello, mucho triste, como si todas las citas fallidas y todos los encuentros afortunados que habían vivido juntos fueran pesados en una balanza de equilibrio imposible. La casa a esa hora era una metáfora perfecta de su relación: luz sobre bronce haciendo arder sin traspasar nunca.

No recordaba haber sentido nunca antes esa fuerza poderosa que se percibía aquella tarde en su casa con tal precisión de sentido.

Intentó conjurarla  musitándose a sí misma bajito el ruego de aquella muchacha asomada sobre el Arno 
( seguro que también en un atardecer de agosto) despacio despacito ¡Oh, mio babbino caro!... babino caro!

La pena ocre, esa que sigue fiel a las trasgresiones ( por más que estas sean opacas y rebeldes a la luz) , esas culpas que apagan las lámparas y cierran las cortinas, esa, la pena, se le agazapó en el estómago al ritmo de cada palabra para deslizarse luego, pegajosa como un hilo helado que le recorriera delicada el sinuoso perfil de la columna. 
Y así, mientras permanecía en la belleza tocada de hiel, la tarde se fue apagando y sus tesoros incandescentes fueron enfriándose hasta que el ascua se apagó.

Se sentía curiosamente distante y alerta a la vez, como después de haber bebido un curioso veneno paralizante que le hubiera dejado la conciencia intacta (una conciencia en carne viva). Si hubiera cedido, entonces a su más íntimo deseo, se hubiera dejado resbalar poco a poco hasta desaparecer tragada y por fin indiferente en ese agujero negro que ya era la noche junto con todo lo antes tocado por la luz.

La presencia de él, respondiendo a su ruego, se le vino encima. 

La hirió como dardo oxidado el tintineo de la filigrana de plata, aquella que ella nunca usaba y que de pronto le hacía arabescos delante de los ojos como el día en que él se la regaló.

El fantasma del anillo labrado que le compró a la vuelta de los frescos del Giotto le laceraba el dedo cuajando tembloroso, pero un momento después fue peor aún ya que le cayeron encima sus miradas ubicuas: las de las buenas tardes, las de las noches abrazada, las de las mañanas rasgadas por su canto y las de la cierta sonrisa de cuando leía en silencio sus poemas, esa precisamente la convirtió ahora en carne de espanto que intentaba esquivar inútilmente la certeza exquisita del golpe…

Si sonara la llave ella cedería en todo. Prepararía sin chistar sus ensaladas quitando hasta el último centímetro de piel a los tomates, los dejaría convertidos en joyas limpias y brillantes, no haría ruido al cerrar las puertas, se inventaría palabras de fieltro si fuera necesario, apagaría las luces de las habitaciones vacías. Escucharía Callas horas y horas... dejaría de escribir.

Recordó que el tiempo se había distendido y la noche y los días habían trastornado sus relojes. A ella se le veló la mirada y empezó a rielar en ese delicioso límite en que convergen por una vez lo soñado y lo vivido. Se movía como una diosa. Todo era perfecto porque le era debido, porque es imposible degustar con tal placer y sentir ni por un momento un toque de tristeza. El dolor es hambre, siempre es hambre y ella estaba saciada. Cerró su puerta y clausuró su mirada, mejor dicho la volvió hacía el adentro y... lo olvidó.

Era imposible que viera las largas detenciones de él frente a su mesa, la muda interrogación de sus miradas y esa actitud como al acecho que adoptaba mientras ella meditaba largamente y se dejaba llevar por la sonoridad de una frase que quemara suavemente…

Sí, él la miraba y ella se dejaba mirar porque resplandecía y no importaba porque ella estaba lejos, lejos y total y absolutamente plena.

Supo del deleite de mascar luz y sombra absolutamente ensimismada, pero mientras escribía no sabía que la preciosa saciedad en que vivía no era más que la obertura sinóptica de una melodía muy vieja. Una lucidez súbita la hizo sospechar que lo que escribía podía envenenar… Percibió el susurro de la serpiente entre la hierba pero, ni aún así pudo vencer la tentación y escribió la última palabra  sin vergüenza todavía. Era la suya, una palabra desnuda, sin ni siquiera hoja de parra.

Pero, él la miró de otra manera y su mirada le arrancó la aureola. Entonces ella, deambuló, borroneo e intentó transar, esquivar, explicar inútilmente. Luego, arrojada a la intemperie, a pleno sol permaneció largo tiempo inmóvil intentando cubrirse pese a que toda ella era un deseo de huida a ninguna parte.

Al fin, imposibilitada de arrojar de sí una culpa que no entendía y que se le imponía con fuerza incontestable, tuvo que confesar que lo que le había ocurrido era ni más ni menos la consecuencia de no haber sabido vencer la dulce tentación de las palabras desnudas, procaces, ambiguas  degustadas a solas, a solas, total y absolutamente a solas.

Cuando volvió a entrar en casa no era ya la misma. Volvía vestida , inclinada y opaca.

Había destruido un paraíso que sólo entonces sabía que existiese y, conocía demasiado bien el Génesis, como para pretender ignorar cuál sería su suerte. 

Aquella tarde volvió a casa estropeada por una naturaleza previsible, esa que le había sido transmitida por una tradición sutil de la que su madre y su abuela sabían seguro cumplidamente aunque ellas no escribieran una sola palabras. Tenía que ver con lo que se decía y lo que se callaba.

Se hacía tarde, muy tarde, pero ella no encendió la luz. 

Cara a la puerta cerrada, deseó como nunca un preciso y único sonido hasta que sólo fue una obsesión intermitente, monótona, de oír el girar de una llave conocida.  Cuando la oyó, por fin, ella se había convertido en un deseo exhausto.

La llave giró en la cerradura. El entró, encendió la luz de lámpara y la miró largamente con sus ojos que se lavaban lentamente frente a ella y de una forma casi milagrosa sonrió levemente burlón, como sólo hacía cuando leía sus versos y entonces,  con deliberación, para que ella comprendiera se sacó una manzana roja y brillante del bolsillo, la limpió en su pantalón, le dio un mordisco jugoso y… se la ofreció.