Begoña Eguiluz



Andrabaltza, "señora negra" fue el sobrenombre de mi bisabuela y el talismán de mi niñez. Lo que sé de ella cabe en muy pocas palabras. No sabía tocar al piano "Una furtiva lágrima", ni hacía natillas, ni arroz con leche. No cantaba; quizá no tuviera tiempo. Era demasiado fuerte y escasamente dulce. No existe un solo retrato que la recuerde.

Fue la dueña orgullosa de un barco carbonero de dos chimeneas que recorría el Cantábrico y la única liberal en un pueblo de acérrimos carlistas. Aunque fue denostada más de una vez desde el púlpito, no dejó de acudir un solo día a misa de seis con la cabeza bien alta, jamás dejó de ser liberal tampoco

Cuando niña venida de otros mares, recalé en su puerto, mi padre me enseñó que frente a la pregunta inevitable:- ¿De quién eres?, debía contestar; -¡ Andrabaltza!- para establecer mi linaje. Su nombre trasgresor me abrió las puertas y las sonrisas, me procuró un sitio en las cocinas, peras de navidad, viajes en burro y un sinfin de historias de aparecidos...

Me enamoré de su nombre y de su heterodoxia y los consideré mi herencia.