Invierno en Moret |
Un viaje en invierno tiene siempre algo muy especial y si es hacia el norte, adquiere entonces un algo de peregrinaje en estación ingrata.
Hemos subido hacia la mitad oriental de la región que rodea a París (I' ile de France), donde el Sena recoge las aguas de todos los ríos del departamento del Marne: el Orvin, el Voulzie, el Yonne, el Loing, el Yerre. Los antiguos estanques y pantanos que caracterizaban el paisaje de la zona han sido drenados en su mayoría, pero aún así ésta sigue siendo tierra de aguas. Se enseñorean los grises, los ocres, los apenas azules. La niebla acolcha la tierra, desdibuja los caminos, los muretes, los tejados y también el espíritu de la viajera. Los días son tan cortos que un poco después de las cinco ya se siente la cercanía de la noche y toda huella de humo, todo reflejo de luz despiertan un sinfín de evocaciones.
Al pasar, hemos visto cuervos negrísimos hollando los rastrojos, pequeñas rapaces que se sostenían bamboleantes en los maderos de las lindes, la llanada se sucedía en lomas verdosas o negruzcas según del cultivo del que descansaban. Los árboles ateridos, defiendían su desnudez entrelazándose. A lo lejos algo que parece castillo o fortaleza. Más cerca, una iglesita con un enorme árbol de Navidad en que el viento movía guirnaldas y estrellas pobres... un paisaje al gusto del más puro romanticismo del XIX.
En invierno se viaja despacio pero con la imaginación detenida en lo cálido, deseando llegar al refugio, al té, al chocolate, a la conversación en sillones enfrentados. Se anhela la luna clara adivinada detrás de ventanas bien cerradas que reflejen el perfil de la pequeña iglesia... Se anticipa el solaz de estar tendida en una cama alta, con la espalda apenas elevada contemplando un solitario trozo de cielo nuevo, en un pueblito perdido de L'ile de France, la región que rodea como una diadema a París, en la que por unos días hemos sentado plaza. Un lugar que anhelaba sin todavía conocerlo.
¡Para que vamos a engañarnos! En invierno el exterior siempre está traspasado del anhelo del resguardo. Se busca el placer de los interiores. Las maravillas que pintó Sisley hay que contemplarlas en primavera, tal vez en verano cuando luzcan las rosas de Provins en plena gloria. Ahora, a finales de diciembre, nos quedan la piedra musgosa y corroída, los árboles ateridos, nos queda adivinada o patente la voz susurrante del agua. El aroma del humo de leña que impregna el aire y que aspiro como incienso y mirra de tan dulce y untuoso, ese humo de leña, aroma paisajes y recuerdos.
La calle larga y gris de casas iguales, casi sin aceras, nos recibe ubicua pueblo tras pueblo como una fantasmagoría continuada. El frío me obliga de continuo a repetir el gesto de subirme el cuello del abrigo con mano un poco temblorosa, no sólo por elegancia. En la calle no alienta alma alguna.
Hemos cruzado para llegar caminos por donde uno imagina el paso de tropas, no sé por qué, en silencio. Es inevitable recordar "Suite francesa" y el éxodo de los parisinos hacia el sur, mientras el coche rueda hacia el norte.
La belleza está en la piedra y las proporciones, en los detalles: un gato orondo detrás de una ventana bien cerrada, un cuervo negro sobre antracita, un manchón de bosque enmarañado, una pareja de cisnes planeando sobre un río a lo lejos. A veces se vislumbran las barcazas que transportan arena por el río. Se llaman, Futuna, Mark Twain, Jamais Pensé... Son las péniches que sirven para transportar mercancías en los ríos tranquilos, gracias a su tamaño y la poca profundidad del casco. Son hermosas sus ventanillas engalanadas de geranios y encaje. Ahora en invierno veo el encaje, pero los geranios me los imagino. Sueño viajar en una de ellas, deteniéndome en cada puerto y poder observar cómo se desliza la vida cotidiana mecida por los avatares del río.
Y llegamos a nuestro destino, un pueblecito llamado Valence en Brie. La tarde ha congregado todos sus grises para recibirnos. El jardín está preparado con cuidado para soportar los rigores de la estación: mesas y árboles abrigados, un par de rosas tardías balanceándose un poco heroicas, junto a la terraza que se adivina fue de tertulias en las noches de agosto. A través de los cristales vibra el calor que da la luz recién encendida y las cortinas aún sin correr, dejan ver agazapado un gato color ámbar.
Subimos al primer piso, a la habitación Adèle H. y tomamos contacto con un cuarto-teatro donde conviven porcelanas, tapices y espejos muy antiguos. La cama es alta e inmensa y mi lado me permite vislumbrar un cielo con estrella entre el denso cortinaje. Me enamoro rápido del gallo de porcelana junto a la chimenea y justo reflejándolo, descubro con una sonrisa, un espejo pícaramente dirigido. Paso ratos esos días contemplando el tapiz en que unos monos, ataviados como damiselas y caballeretes se columpian y retozan: es absolutamente horrible y me fascina. En este cuarto no hay líneas rectas, todo se hunde o se alza, hay que cuidarse de escalones traidores que me aprendo después de un par de pasos de baile estrambótico.
Conquisto mi nuevo espacio con lentitud y una pizca de deleite. La cómoda panzuda con adornos de bronce acoge con holgura mis pocas ropas. Cuelgo mis collares del brazo de una dama- pastora y verifico que el reloj imperio ha quedado parado en las 10.20 de quien sabe qué día feliz o aciago. Esta destartalada habitación de toques lujosos me gusta. Me siento un poco decadente, como si las mejillas se me empalidecieran de pronto y el cabello se me derramara en mechones abundosos recogidos a medias sobre la espalda. Creo que incluso llevo en el escote una camelia blanca... La casa se llama " Le presbyter du clos Saint Nicolás". Fue un antiguo hospicio que se ha convertido en un "Chambre de Hòte" con encanto, donde ocupamos la más sugerente de sus tres habitaciones.
Al día siguiente, después de un desayuno en la cocina con cubiertos de plata y pan recién hecho, nos vamos a Moret. Aquí Sisley, "el más puro de los impresionistas", vivió largo tiempo. Primero en la abundancia protegido por su rica familia inglesa y más tarde, cuando ésta se arruino en la guerra franco-prusiana, en la mayor de las miserias. Recorremos las callecitas empinadas y nos detenemos un momento frente la casa cerrada del pintor, pero es en los aledaños del río donde descubrimos la fascinación que seguramente le hizo quedarse. El río corre, corcovea, se desploma y logra contenerse en torno a lo que parecen pequeños palacios. Recorremos la huella de un molino que nosotros no pudimos conocer (fue volado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial) pero que sin dudarlo, encantó a Sisley.
He descubierto en este viaje a este impresionista que me parece la antípoda de Picasso. Me explico. Estoy recordando en este momento el exabrupto del español de que "para pintar una paloma, primero hay que retorcerle el cuello". Si no supiera cuántos cuellos "retorció" el malagueño, quizá la aceptara como una provocación ingeniosa, pero como lo sé, esas palabras evocan en mí el gesto imperdonable de destrozar para conservar...¿qué?.
Sisley en cambió mantuvo vivo el espíritu de la floración del instante, respetó el matiz de la luz de aquella precisa mañana, que mirando sus cuadros podemos volver a gozar transfigurada. Días más tarde pude observar en la Gare de Orsay, que la vida fue la exigencia de su pincel extasiado. Agua, cielo, nube, niebla... no pueden ni quieren retorcerse para ser conservadas. Bendito Sisley.
De vuelta cruzamos por Montereau, donde bajamos a la ribera del Yonne y contemplamos deslizarse a los cisnes que en cuanto nos ven, enfilan hacia nosotros. Su belleza se une a la de la Peniche que avanza lenta y a la que cerrada oscila en la orilla. Nos quedamos un rato largo, porque el vaho que sube levemente desde el río le añade a la escena un delicado toque impresionista. La ciudad no nos parece especial. Sabemos que el nombre evoca gloria. Fue justamente aquí donde Napoleón detuvo con fiereza el avance de los aliados hacia París en la famosa batalla del mismo nombre. Pero ahora en esas calles grises y anodinas, no vemos otra cosa que el surtido habitual y comprobamos una vez más la multiculturalidad de Francia.
A Fontainebleu llegamos a media mañana de otro día decididamente frío y lluvioso. Agradezco llevar puestos mi abrigo de astracán (pese a su peso) y mi consabido gorro ruso de tantos inviernos. Nos hemos dirigido de inmediato al palacio y hemos subido presurosos la torneada escalera exterior. Después de una breve discusión, impongo mi criterio. Empezar por los aposentos del emperador que , no voy a negarlo, no me ha gustado nunca pese a su genio (no me van los superhombres, qué le vamos a hacer) pero cuyos enseres, como en general todo lo que ha sido parte de la vida habitual de un personaje, me produce una especie de interés morboso. Observo largo rato su sombrero, uno de los doce que dicen que usó durante su mandato, el neceser de viaje, su cama de campaña que revela su pequeñez, sus condecoraciones. Me permito emocionarme un poco frente a la cuna del "Rey de Roma" de triste memoria. Los juguetes del niño, sus instrumentos escolares, revelan las expectativas del padre y me producen una cierta catarsis nacida del conocimiento de su destino. ¡Transit gloria mundi !
Otro día es a Troyes donde vamos. Antigua ruta en el peregrinaje a Roma, mantiene prácticamente intacto su casco histórico donde la arquitectura normanda se enseñorea. Casas desiguales de madera a la vista, adobe sobre bases de ladrillos o de piedra. Como tantas ciudades de Francia, sufrió múltiples calamidades. Hambrunas en el XVII y bombardeos en el XX pero mantiene esa huella que mientras transitamos por sus callejuelas torcidas y rezumantes de niebla vespertina, nos permiten percibir lo que pudo ser la vida de entonces, la de la pobre gente que moría tan pronto y tan oscuramente. Reviso mi memoria mientras camino: las mujeres morían de parto al borde de los 30 años; los hombres, obligados a abandonar los campos para integrarse en los rudos ejércitos de Las guerras de religión, lo hacían si tenían suerte un poco más tarde. El promedio de vida de la Francia de entonces no superaba los 35 años...Doblamos una calleja y nuestros días nos salen al encuentro en el luminoso calesín que gira entre luces y música mientras nos acercamos a una plaza con olor a chocolate.
La joya del viaje es Provins por muchas razones. Desde el punto de vista del turista, la extraordinaria belleza de esta ciudad y su emplazamiento en altura, justifican sin más razones la visita. Como Troyes, fue paso obligado para los romeros en camino hacia Roma en las multitudinarias peregrinaciones de la Edad Media. La ciudad es célebre por sus fortificaciones medievales de 1.200 metros de longitud con 22 torres, construidas entre 1226 y 1314. Sus murallas, su fortaleza de César y su cosecha de rosas son inolvidables. A mí me hace pensar en escenas de amor cortés, en mujeres resguardadas detrás de los muros poniendo oído a cascos lejanos y a requiebros llegados en brazos de la brisa... Es inevitable pensar en caballeros e imaginarlos armados a punto de cruzar el foso. Me gustaría volver a Provins en primavera y cantar " Mambrú se fue a la guerra".
Hay otro lugar que no quisiera olvidar. Me refiero al "chateau", aunque la palabra le queda grande, de La Motte-Tilly, en el departamento de Aube. En uno de los muchos caminos que cruzan la llanada encontraremos la reja historiada que señala el límite de la mansión... me alegro, porque la palabra justa, "mansión", me vino sola. Ahora que ya han pasado algunas semanas desde que crucé su linde, quisiera revivir la sensación que tuve cruzando el jardín a "la francesa" y el extraño placer que me produjo su elegante simetría. Tanto, que pensé que definitivamente me había llegado la edad en que la serenidad se adelanta y se coloca, decididamente, en el lugar de otras emociones que fueron más amadas cuando la sangre y los pulsos se desbocaban fácil. Entro, y casi desde el principio, me sumerjo en una intimidad refinada de la que solo había disfrutado antes a través de la literatura y el cine. Orientada al norte para preservar de la canícula la frescura de las estancias, leo que fue utilizada sobre todo como casa de veraneo. Sin embargo, su última ocupante se enamoró de ella tanto como para convertirla en su residencia habitual y tan habitada me parece, que su imagen guardadora del orden y del brillo de los viejos objetos se percibe a menudo... con más intensidad en la biblioteca y el comedor, con menos en el salón de billar, o en el impresionante salón de recibo.
Hay en lo que veo una gran diferencia con la ostentación de lo grandioso, del objeto obviamente de precio, como tantos que observé en Fontainebleu y que es probable no fueran jamás usados (como la magnífica vajilla que la casa de Sevres regaló a la segunda esposa de Napoleón con motivo de sus esponsales). En esta casa la vajilla está gastada. Hay una suerte de opacidad en sus piezas, fruto de lo que ha sido muy tocado. Me dan ganas de inmediato de sentarme a esa mesa que parece recién preparada y compartir un poco de esa cultura de la gracia que sugiere la disposición amorosa de las piezas. He deambulado por la biblioteca y se me quedaron en la retina los sofás rojos enfrentados y los libros flanqueando los cuatro puntos cardinales. Aquí, ella lo esperó cuando, él tuvo que irse y cuando, tal como Mambrú, no pudo volver. Me la imagino sentada leyendo a Sthendal y soñándose Matilde de la Mole... Sé que no fue feliz, al menos no gozó de eso que suele llamarse en las novelas decimonónicas, "vida sin sobresaltos". Le tocó una época aciaga. La Guerra del 14 grabó los nombres de su esposo y hermano en las interminables listas que jalonan los monumentos conmemorativos de tantos pueblos de Francia. Quizá fue en la batalla del Marne o en Las Ardenas, cerca de allí... Pero cuando se supo para siempre sola no destrozó la belleza. Es probable que se hiciera muchas veces la lúcida ilusión de una voz masculina que la llamaba en aquel preciso lugar...
Este viaje entre la lluvia y el frío al corazón de la dulce Francia, me ha dejado el espíritu tocado de un refinamiento difícil de expresar... Hubo aún un último interior en este viaje de invierno. Una bella casa cuyas coordenadas no tengo derecho a revelar porque nadie puede traspasar su verja cerrada si no es invitado. Nosotros gozamos del privilegio de que cada atardecer nos abriera sus puertas. En medio de muchas cosas hermosas cuyas historias solo pude imaginar, recuerdo especialmente al hombrecito de terracota venido de Italia, que nos recibía. Rodeábamos cada noche el piano en penumbra y la antigua prensa de grabador, para dirigir nuestros pasos hacia un comedor cuyos cortinajes de seda velaban un jardín adivinado. Veo una mesa oval, un par de par de rosas tardías en un pequeño búcaro de dos brazos y la belleza de una antigua vajilla de Limoges bien dispuesta para recibirnos. Vuelvo a apurar lentamente un vino sabiamente elegido, degusto sabores hermosos... Reconozco deteniéndome en mil pequeños ademanes, el infinito matiz de la antigua Cortesía que se nos brindó con tanta largueza aquellas noches.
La imagen cálida tiembla y entonces en lento reverbero, siento superponerse poco a poco en mi retina interna cisnes, un matorral sombrío, la peniche que pasa, el agua que cae y fluye, humo de leña, el rumor de una página que acaba de ser leída... en una suerte de lento fundido encadenado.
Muy bonita la descripción de lugares y su historia. Se echa de menos los personajes. Besos Gilles
ResponderEliminarMe muero de ganas de conocer todos los lugares que describes con tanta belleza. Como siempre, un placer leerte. Gracias
ResponderEliminarUn viaje lleno de romanticismo... También del romanticismo de los fantasmas, porque además de la omnipresencia de la naturaleza y la mirada atenta de los animales, que se suman a la tuya, las personas se hacen presentes a través de sus objetos y la evocación de la que fluyen tus pensamientos. Haces de medium de una Francia de esplendor y gloria que convive con una intrahistoria aún más fuerte. Hermoso viaje de rescate de esencias.
ResponderEliminarE' cosa rara trovare in un resoconto di viaggio un tale "esprit de finesse". Particolari appena accennati riescono a ricreare atmosfere, a indurre sensazioni anche e soprattutto ion coloro che di codesti posti abitualmente fruiscono.
ResponderEliminarCome non rimanere colpiti dal raffinato parallelismo tra affascinanti oggetti museali e vivaci oggetti animati da recenti affetti ed antiche emozioni. Raccontano storie di vita che bisogna saper ascoltare e proprio in codesto duplice atto di racconto ed ascolto si annida il fascino che ancora oggi riescono ad esercitare su di noi.
Tutta la difficoltà sta nel saper cogliere e ritrasmettere, con l'eleganza di Begonia. Un sentito grazie. Anna
¡Qué hermosa Francia que tan sugerente describes!
ResponderEliminarPuedo imaginar la bella casa cuyas coordenadas Begoña no revela, habiendo conocido a su dueña en el bautizo de su delicioso nieto.
ResponderEliminarLibe dice que "las personas se hacen presente a través de sus objetos" y debe ser lo que refleja la casa cuya confidencialidad Begoña preserva:
gusto, dedicación, meditado cuidado de todos los detalles y las formas ("el infinito matíz de la antigua Cortesía"), elegancia y estilo como su anfitriona, que me dió la sensación de sobrevolar el suelo que pisaba y la delicadeza de su delgadez y gestos me evocó la imagen de hermosas aves frágiles, pero firmes.
Aranzazu.