lunes, 19 de diciembre de 2022

Mi última clase

 


Inexorables los tiempos se cumplen y tarde o temprano lo que tiene que llegar, llega... 
He pasado muchos años enseñando filosofía y literatura. De alguna manera fueron años plenos y lo digo porque para mí, sobre todas las cosas, la plenitud es densidad.
Ninguno de mis años, fueran luminosos o pura sombra, pasó sin dejar huella. Aunque a decir verdad, nunca he tenido demasiado claro que ha sido lo que me llevó a la enseñanza, ensimismada y distante como yo era. Creo que fue que me gustaba seducir y la enseñanza es un acto consciente de seducción continuada. Había que encandilar para mantener la atención concentrada en cada clase. Había que saber hablar de una cierta manera, había que sorprender, que provocar, suscitar... Haciéndome maestra en seducción, se me pasó la vida. 
El tiempo apagó la llama, pero nunca dejé consumir totalmente el rescoldo.  
Llegó  así la que sería mi última clase. 
Tuvo que ser a principios de junio según el calendario escolar. Seguro que estaba muy cansada como tantas veces en los últimos años. Cada clase se había convertido en un acto de autoafirmación. 
Estoy segura de que al final soñaba con "cerrar la puerta, limpiar la suela de mis zapatos, y marcharme sin mirar atrás" Había terminado hablando  prácticamente solo para mí. 
Cada momento que he creído decisivo en mi vida, ha sido anticipado mucho antes en las noches de duermevela, en los viajes de autobús, en el suave estupor del ensimismamiento.
Siempre he vivido por adelantado lo que he podido. tal vez para poder estar a la altura del momento que anticipaba. Soy orgullosa: me gusta recordarme con respeto.
La noche anterior al último día, dejé sobre mi mesa el anillo plano de plata y madreperla. Sabía de sus destellos cuando sujetara el libro…Quería verme de una cierta manera esa última vez y recordarlo. Quería imaginar mi reflejo en las miradas de mis alumnos.
Sabía que podía terminar mis clases de literatura general con cualquier autor, con cualquier texto…
Recordé mi estilo en el aula. Me iba  de ̈ Las coplas de Jorge Manrique “ a la “Elegía” de Miguel Hernández sin ningún preámbulo de aviso. Podía seguir con Federico y quedarme un buen rato en la letanía de “A las cinco de la tarde”. No era raro tampoco que después, por puro placer personal, me fuera a Ajmatova y al poderosísimo frío ruso de su Elegía…
No perdía el hilo. Tan pronto como terminaba la carambola, volvía al Renacimiento temprano y ponía a Petrarca sobre la mesa.
Pero llegó el momento en que se despertó en mí la conciencia de que estaba perdiendo mi magia. Una clase es una atmósfera, una mixtura, un acto de complicidad. Solo así se aprende, solo así se puede de verdad enseñar. Ya no existía complicidad...
Yo fui una alumna seria. Atenta a todo lo que despertara mi inagotable capacidad de asociación. Me sentaba siempre adelante para magnificar en lo posible la capacidad de mis oídos averiados y me sumergía en la línea melódica de la clase. Fui una alumna que atesoró mucho calor, mucha belleza, mucha rabia y mucha pesadumbre a lo largo de su niñez y adolescencia. Poderosas emociones que muchas veces no era capaz de nombrar, me llegaban de las voces de quienes me enseñaron…
Fui a mi vez una profesora apasionada, que al principio encantaba y que al final no conseguía que sus alumnos escucharan el romance, ni leyeran el fragmento. Una profesora que ya no lograba esa mirada absorta y luminosa que es la seña de la resonancia, pero aún entonces, tenía claro que la clase debía seguir, aunque solo fuera para recordar ardores pasados. Muchas veces me vi superponiendo sin quererlo en los rostros de mis alumnos de aquellos últimos días, los de quienes habían sido felices conmigo. Acudían obedientes y yo aprendí a fijar mi mirada en fantasmas amables. Creo que fue a ellos a quienes hice clase esos últimos años. Era la única manera de no callar. 

Aquel último día fui consciente y deliberada como nunca.

 Me levanté a las seis y media como siempre y nada más despertar, me fui deteniendo en todos los detalles de mi habitación. Miré largo a “ mis judios tristes” en la repisa. Interpretaban la música inaudible que me tocaban cada día desde que los compré en un tenderete de Cracovia. También la escuché ahora con una especie de unción, como si velara armas.
Elegí explicar “Las doradas manzanas del sol” porque estaba impregnado de poesía profética.  Bradbury no consolaba, casi ni advertía. Sus relatos eran vaticinios tal vez a su pesar. Sin embargo, trasmitía la difícil belleza de la lucidez, una emoción que ayudaba, al asistir un poco desde atrás, a lo que no podíamos evitar vivir para poder vivirlo con dignidad. Sin esa distancia solo queda el caos y la angustia. Quería que lo supieran, quería que lo entendieran. Quería que fuera mi legado.
Recuerdo que leí el cuento en voz alta, de pie sobre mi tarima. Fui lenta y cuidé con mimo cada una de las inflexiones de mi voz. Por una vez sentí la vieja atención en el silencio de la sala. Sé que mi anillo era luz y sordina de mi acento. Quienes me escuchaban sabían que era mi última clase.

…."La casa, la hermosa y cálida casa, se despertaba y convocaba al nuevo día. Luz, pájaros, brisa, bocinas, ladridos, voces apresuradas… El desayuno se preparaba y se servía. Se sentía el aroma de los huevos y el jamón en su perfecto punto. Luego, la voz sugería botas y paraguas, la conveniencia de los impermeables. Recordaba no olvidar las llaves y las mochilas. Anudar bien las bufandas Se introducía en el texto la extrañeza cuando la comida intacta era retirada.

La casa iba señalando las horas suavemente. Hacía las labores de limpieza, lavaba la ropa y más tarde, se caldeaba para recibir a los niños y a sus padres.Preparaba la mesa, ajustaba los grados. La defendía de extraños solicitando frecuentemente la contraseña debida. Al atardecer corría las cortinas y bajaba las luces…la cena, nuevamente preparada con esmero , volvía a caer sin hacer ruido en el cubo de desechos. La mesa volvía a ser limpiada con cuidado. 
Y luego...era la hora de los niños. La casa abría las camas. En las paredes aparecían cebras y antílopes recorriendo la sabana. Poco a poco el trote se iba silenciando… los niños ya dormían. En la biblioteca una voz sugería la lectura de un poema y ante la falta de respuesta comenzaba a escucharse dulce, pausadamente “Vendrán lluvias suaves” 
La casa persistía ordenada y segura. Cálida y confortable. Se escuchaba entonces cadenciosa ...

Vendrán lluvias suaves y olor a tierra mojada,

Y golondrinas volando con su chispeante sonido;

Y ranas en los estanques cantando en la noche,

Y ciruelos silvestres

de trémula blancura.

Los petirrojos vestirán su plumoso fuego

Silbando sus caprichos sobre el cercado;

Y nadie sabrá de la guerra,

a nadie preocupará 

cuando al fin haya acabado.

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,

si toda la humanidad pereciera;

Y la propia Primavera, cuando despertara al alba,

Apenas se daría cuenta de nuestra partida."

Terminé de leer en medio de un silencio denso como una granada un poco pasada que se abre y deslíe. 

Entonces miré por la ventana abierta y vi que era verano. Entraron las voces y las bocinas, el chirriar de los columpios de junio temprano. La luz inundaba la sala, cimbreaban suavemente las flores del magnolio del patio. Acaricié con intención reconcentrada mi anillo.

Les conté que el poema había sido escrito por Sara Teasdale en 1918 y Ray Bradbury había escrito el relato en 1950. Ambos habían sido conmovidos por la Primera guerra mundial y las bombas de Hiroshima respectivamente. Bradbury dejaba claro que ni siquiera la primavera persistía. El final es el caos en el que las propias voces se vuelven puro pánico y se dislocan y repiten y lo superponen y empiezan a callar mientras los zumbidos y las llamas las consumen. Fuera no hay ciruelos, ni pájaros. Quizá lluvia, pero no lluvia suave...

No me limpié los zapatos, tampoco cerré la puerta. Eso sí, no volví la vista atrás.
Mis alumnos recordarán aquella última clase. Estoy segura .

Durante el curso siguiente empezó la pandemia.



3 comentarios:

  1. Ninguno de tus alumnos olvidará el amor por la poesía, ni que Begoña es poeta.

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  2. Tengo la convicción, Begoña, de que la gran mayoría era consciente de la gran suerte de la que gozaba por tenerte como profesora. Yo los envidiaba a veces por poder disfrutar de tus clases, que vivías con verdadera pasión. Sembraste mucho, Begoña, y no te diste nunca por vencida con aquellos pocos que, probablemente, no tenian que haber estado allí; no era su sitio. De aquella hermosa siembra irás e iremos poco a poco, recogiendo el fruto. La paciencia también nos hace buenas profesoras. Gracias.

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  3. Muchas gracias.Siempre es reconfortante que alguien te diga que lo has hecho bien.

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