martes, 14 de marzo de 2023

Memorias de África



Hoy por la tarde, cuando empezaba a anochecer, he terminado de leer “Memorias de África” Me he quedado largo tiempo en silencio marcada por la ensoñación de la lectura, perdida en un paisaje que reverberaba superpuesto a los tilos de frente a mi ventana. He sentido hondamente esa melancolía que nos producen los viajes que se acaban. 


Pienso en dónde estará el sortilegio que me ha mantenido atada a esa voz que narra, casi sin levantar la vista, ni notar el paso de las horas. Es quizá la cercanía que proporciona  ese mi, ese nosotros. tan repetido, tan íntimo, que me contiene tan bien…


Desde el “Yo tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong…. " Más que leer, oigo la voz de esa mujer que rememora, que se deleita recordando y me atrapa con la belleza  que va haciéndose presente de una manera absolutamente embriagadora  en ese lugar que ella define como” la África destilada, la destilada esencia de un continente”.


Su voz pinta el paisaje. Los colores que predominan son como los de la cerámica cocida. Veo los árboles que se extienden en capas horizontales, y las desnudas y retorcidas acacias. Siento el fulgor del cielo azul pálido o violeta y las nubes que viajan lentas hasta topar con las montañas y a veces, traspasarlas, volviéndose hilachas a lo lejos.


Siento la fuerza del viento de las tierras altas y como sopla sobre las grandes praderas haciendo ondular las hierbas altas que inevitablemente producen la fantasmagoría del mar.


Vislumbró el gran cazadero que se extiende hasta el Kilimanjaro y llega un momento en que camino tan fácilmente como lo hacía ella sobre la hierba corta hacia la reserva de los kikuyus.


Escucho con deleite cómo era su granja, sus seis mil acres divididos en tierra de aparceros, pradera, bosque virgen y un cafetal bello como un sueño cuando florecía. Siento el picor de la fragancia de la nube de flores blancas en primavera.


Empiezo a conocer a Farah, su criado somalí, a Kamante, su cocinero, a Kinajuy. a Kabero, Kaninu y sus vecinos masai. Con ella me voy acostumbrando a gustar de lo diferente.  La voz que cuenta me transfiere la importancia de la distancia condicionada por unas culturas total y absolutamente distintas. Una distancia que no disminuye el interés, ni las emociones Me acostumbro a sentarme en la veranda al atardecer y las más de las veces, en la gran piedra redonda.


La voz me acerca. Me hace que mire y huela y no recule frente la pierna llena de llagas del niño Kamante, ni el aspecto de Tinajui, el jefe de los Tikuyus,  un viejo desnudo con piernas como ramas secas que se cubre con una maloliente piel de mono. Me hace apreciar la belleza de las somalíes, la aristocrática lejanía de los pastores masai


Caminamos entre las shambas pisando polvo o barro y sentimos el humo azulado de las pequeñas hogueras donde se queman las basuras. La vida bulle entre los aparceros en disputas, en el sonido monótono del maíz que se desgrana, en los gritos y risas de los “totos” camino de la pradera con la vaca familiar.


En esta historia aparecen pocas mujeres. La voz no dialoga con ninguna. Trata siempre con hombres y la sirven, hombres. El poder femenino lo ejercen las viejas. Calvas, de piernas flacas como flamencos y una absoluta e insobornable desconfianza. Son las que graznan y amenazan si es necesario. Se han ganado la palabra a fuerza de cumplir años y volverse supervivientes. La abuela de Wanyangerry es temible como una de las brujas de Shakespeare.


Hay algo aquí que me hace aceptar y disfrutar sin juicios, del café en porcelana de Limoges y a la vez de la cuarteada piel de Tinajui en cuyos surcos negrea la mugre de toda una vida, en continuidad de secuencia.


La escucho leer un soneto, mientras los dieciséis bueyes que van conduciendo los carros con el café recién cosechado, bajan a trompicones lentos hacia Nairobi y escucho el restallar de los látigos, los chirridos, los mugidos ... y no quiero que calle.


Los blancos son casi figurantes un poco deslavazados que beben vino y hablan de safaris cuando van a cenar a la granja. Los que se hacen quizá un poco entrañables son los fracasados, los acogidos por África en la última vuelta del Camino.


La voz va haciéndose una con su granja, con su gente, con los animales a quienes progresivamente siente más repugnancia de matar. Nuestro oído asiste a una suerte de sortilegio por el que Karen descubre que las colinas del Nong son su lugar en el mundo. Las notas del amor son la responsabilidad y una mirada honesta y sin escudo sobre lo que la rodea.


Esta belleza de libro  es cualquier cosa menos sentimental. El humor lo protege frente a la tentación de las efusiones y me doy cuenta de que también esta voz que me ha cautivado es una destilación delicada de los cinco sentidos en alerta frente a un lugar y unas gentes que la hicieron feliz.


La voz no consuela. Todas esas bellezas están condenadas y lo sabe, pero las disfruta hasta el último día como si fueran eternas. Creo que para mí ha sido su mejor lección: ese no querer cerrar los ojos, ni el corazón, aceptando al unísono el dolor y el amor sin protegerse.


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