Allá en el sur, la casa donde nací tenía tejado a dos aguas y la lluvia sonaba fuerte porque era de chapa. Me gustaba oírla. En el jardín, la niña que yo era, paseaba por las mañanas acechando la inminente aparición de la Virgen con su niñito de la mano allá por el bancal de las fresias...
Por las tardes, el sol iluminaba apenas tamizado por las palmeras de la calle, el cuarto de la abuela. Era la hora del canto. El Niño se perdía camino a Jerusalén en la balada y el polvo del verano se arremolinaba en la calle desierta.
De la que mis padres construyeron después en tierra de nadie, en medio de una supuesta urbanización de la cual nuestra casa fue la primera y la única, no guardo grata memoria. Fue la casa de las desgracias. Ni la esplendida chimenea del salón logró conjurarlas. Mientras los conscriptos hacían maniobras frente a nuestras puertas y los yuyos amarillos se convertían en mis ramos preferidos, mi padre enfermó, mi abuela murió y la casa tembló con cada uno de los terremotos que asolaron el sur de Chile en los años sesenta. Jamás amé aquella casa siempre inconclusa: me producía desasosiego.
Las casas del País Vasco ya no fueron tales en sentido estricto. El piso del Elantxobe me devolvió la magia. Allí se conservaban el piano de mi abuela, muerta a los veinticinco años, con sus candelabros y su banco forrado de terciopelo desvaído. Allí estaban las altas camas, el cuadro del purgatorio en la cabecera, los balcones bellamente forjados a los que trepaban los reyes la noche del cinco de enero... En aquella casa entablé por primera vez relación amistosa con los muertos a través de sus cosas. Jugué con los zapatos de la madre de mi padre y me lavé en su tocador de ébano y mármol, aporreé su piano. Y... aunque todo se dejó perder mi memoria recuerda.
El piso de Bermeo era absolutamente convencional pero en aquel tiempo a mí me parecía muy elegante. Los años sesenta relucían en las chapas de los muebles y se combaban en el naranja radiante de los sillones anatómicos de la salita. Las mesitas de cubierta de género plastificado con escenas de caza, se acompañaban con la foto de mi primera comunión y el cuerno chileno de la pared. Recuerdo las sillitas de estillo Luis XVI a los lados de la consola, las cornucopias llenas de rositas artificiales de pitiminí que ocultaban las luces que a intervalos alumbraban el largo pasillo, el espejo reluciente en oro falso... ¡Qué piso más feo (digo ahora) y...¡qué felices fuimos allí!
Fue la época dorada del cine de los jueves y las tardes de domingo, de las largas mañanas de mar en el verano. El momento de empezar a leer novelas e inventar historias, el de las larguísimas conversaciones con mi madre en la cocina. Aquel tiempo de las cerezas y las rodadas con los mis hermanas. Fue el final feliz de nuestra infancia.
En Montevideo, la casa se volvió un espacio hostil. Había que soñarla todas las noches para intentar olvidar su fealdad diurna, aquella especie de tristeza que rezumaban sus paredes y que se instaló pegajosa en medio de nosotros. Fue una época de depresión donde todo menos los sueños, se volvió detestable. El baúl acharolado, naufrago de tantos viajes, estaba flanqueado ahora por maltrechas sillas de paja. Las camas desfondadas, incongruentemente cubiertas con sábanas de hilo; el patio que se inundaba y me hacía odiar la lluvia temiendo que rebalsara la cocina y llegara a la sala y las habitaciones. Había demasiados problemas entonces y la casa los reflejaba a la perfección. Aquel espacio jamás pudo ser domesticado. Allí aprendí a ensimismarme y a soñar para poder seguir viviendo.
De la casa de Calle Vergara, nuevamente en Santiago, rescato su anarquía y regocijo. Mis hermanas y yo fuimos jóvenes en ella. Nos enamoramos y entre sus paredes vivimos nuestras historias de amor. No importaba ni que fuera pequeña, ni que siempre estuviera desordenada: de allí íbamos y veníamos y siempre teníamos prisa. Confluíamos solo en las continuas tertulias para contarnos lo vivido. Me acuerdo con una sonrisa del cuadro de Aitor Estefanía, de aquel güiro abandonado en una playa nocturna... Fue una compra orgullosa de mi madre, lo mismo que el tocadiscos y el tresillo verde: nuestros lujos pobres. Aprendí en aquel piso a amar los cielos altos, el panorama de tejados y plazas extendiéndose a lo lejos, los cielos limpios. Descubrí el sortilegio de la cordillera a fuerza de verla aclarar mientras estudiaba de madrugada antes de que empezara la vorágine. En calle Vergara me volví romántica.
Después, ya casada, las casas se volvieron más mías y se caracterizaron todas por ser producto de una especie de domesticación. Siempre, cada cual a su modo y manera, han sido bellas.
La pared roja del primer piso. El ascua de dorados en que convertimos el segundo ayudados del poder exquisito del sol de la tarde. El hermoso sucederse de estancias y el jardín de bambúes de la casa de Manuel de Salas. La mesa de las plantas y la inmensa colcha rojo rubí del piso de Ategorrieta. El alma de la de "la de la señora Dorita" que hice tan mía a punta de lustrar madera noble, ordenar libros y amar su aroma ... Aquí escribí mi poesía, me desesperé muchas noches y aprendí a ser feliz de otra manera. Pensándolo bien, ha sido quizá la casa que más he amado. Allí viví mi idilio con Kuttun, mi amor gatuno, estudié filosofía en mi mesa redonda, hice infinitas pizzas para mis hijos y sobrinos. Maduré.
Mi casa de ahora es a ras de tierra. Perdí los cielos y las golondrinas y gané las hortensias. Tuve por fin mi cuarto propio.
La casas tienen almas que se adosan a nuestras circunstancias y de ellas quedan teñidas. Domarlas no es otra cosa que descubrirles la perpectiva, el ángulo, la intimidad que acompañe de una cierta manera lo que nos toca vivir. Es como si las cosas y sus contextos le pusieran música y escenario a la vida... Tal vez por ello sea tan importante conservar algunas cosas que transiten con nosotros de una a otra y compartan nuestros avatares. Serán aquellas que le dan sello y nos reflejen con propiedad. Las mías son pocas. Mi familia no ha sido de las que guardan por lo que de alguna manera, la mayoría de mis recuerdos comienzan conmigo: mis láminas japonesas, el baúl de raulí y el cuadro de la lectora que me acompañan desde Chile así como el buda de mi abuela, único recuerdo familiar que, ha presidido todas mis casas desde que nací. Lo demás es casi presente: las hortensias que corto todas las semanas, los tesoros haitianos, el candelabro "arrebatado" a mi hija, la mesa de cocina en la que escribo, mi golondrina portuguesa, los angelitos de Marisol...
Duramos tan poco... quizá por ello me gusta ese fluir de los objetos de relato a relato. Me fascinan esas coincidencias significativas por las cuales se encuentran con nosotros y comparten, a veces un breve tramo, a veces todos los años de nuestra vida. A veces sobreviven solo en los relatos y allí se obstinan en persistir.
Veo en estos momentos lucir el cuadro que bordó la amatxo (la madre de mi esposo) en la que será la pared que presida la cuna de mi nieta en la que pronto será su casa y me doy cuenta de que no ha sido solamente mi voluntad la que eligió su sitio en esa pared donde se ve tan bella.
Comprendo al mirarla, que en este mundo casas y cosas tienen su pequeño momento de gloria que si se recuerda como yo "al canalla" (el peral de la torre), al monito que mi abuelo metió inadvertidamente en su bolsillo cuando tuvo que abandonar su casa de Baracaldo, al piano negro de mi abuela.... continuarán luciendo su llamita fantasmagórica aunque no más sea en las deliciosas evocaciones de aquellas contumaces recordadoras como yo.
Veo en estos momentos lucir el cuadro que bordó la amatxo (la madre de mi esposo) en la que será la pared que presida la cuna de mi nieta en la que pronto será su casa y me doy cuenta de que no ha sido solamente mi voluntad la que eligió su sitio en esa pared donde se ve tan bella.
Comprendo al mirarla, que en este mundo casas y cosas tienen su pequeño momento de gloria que si se recuerda como yo "al canalla" (el peral de la torre), al monito que mi abuelo metió inadvertidamente en su bolsillo cuando tuvo que abandonar su casa de Baracaldo, al piano negro de mi abuela.... continuarán luciendo su llamita fantasmagórica aunque no más sea en las deliciosas evocaciones de aquellas contumaces recordadoras como yo.
Cada casa por la que pasamos se queda con un poquito de nosotros, o quizá nosotros dejamos deliberadamente un rastro, como para echarlo de menos cada vez que pasamos cerca y nos quedamos mirando fijamente una ventana...
ResponderEliminarSi el blasón es el símbolo del lar familiar, imagino al tuyo: a ambos lados de un campo de azur, un peral de sinople abatido por el viento y una Torre de gules. En la bordura una pluma en un tintero de sable y la leyenda “el ulular de ese Canalla”. José Ramón
ResponderEliminarGracias por este mensaje. Este texto me llevó muchas reflexiones, Al final me dí cuenta que era sobre todo por una consideración más bien mía, que pero el texto tuvo el valor de despertar. La casa para uno, es extraño, hay sólo una a pesar de poder ser muchas, y cada uno la tiene. Es como la madre, o los padres. Hay muchas, pero el sentido que uno le da es único. Cada uno tiene Su casa, como Sus Papás. Para muchos es el lugar donde volver, con la mente ante que con el cuerpos. Para pocos, los menos afortunados, el lugar del cual huir. Pero como los papás, llevará un recuerdo indeleble. El hogar como la familia.
ResponderEliminarGracias, José Ramón pie el blasón que me inventas. Es hermoso y significativo: me siento totalmente representada. Solo cambiaría la leyenda por el verso final de uno de mis poemas: " Por los siglos de los siglos, mientras dure la palabra" Creo que quedaría genial. Muchas gracias de nuevo por la delicadeza.
ResponderEliminar¿Así?
ResponderEliminarhttps://youtu.be/qJ6hsKe5Kno
José Ramón
Es muy hermoso además, tiene el mar. Muchas gracias, querido lector!!
ResponderEliminarQué bonito, Begoña. Todo lo trasciendes y lo embelleces con el arte de las palabras precisas...
ResponderEliminarLoli