La lluvia cae a borbotones en un barril que rebosa. Nunca he vivido directamente la imagen: se me coló de algún libro infantil y así, a chorro, tersa y un poco azulina, sigue lloviendo sobre mi memoria cada vez que la evoco.
Pero mi lluvia vivida es la del norte. Es la que me mojaba camino del colegio, la que resbalaba suave por mi capa acharolada, la que duraba todo el día y casi ni se escuchaba de tan suave.
La lluvia pone rúbrica al verdor de mi infancia y a ese aroma indescriptible que rezuma de tallos gruesos y hojarasca mojada, que hace querer volver a casa, pero sin quererlo realmente. Es suficiente con divisar el humo de alguna chimenea para que el deseo se mantenga sin volverse ansia y seguir chapoteando un poco más.
Me encanta el brillo de toda lluvia, su suntuosidad bifurcada en regueros sobre el asfalto. Su inevitable capacidad de evocación.
Así vienen también otras lluvias; más fuertes, pero igualmente impregnadas de memoria. LLuvia sobre plazas y patios pobres. lluvias que destrozan malvas reales y siegan geranios plantados en tarros herrumbrosos. Lluvia sobre el Pedagógico de Santiago y el pabellon que miraba a Avenida Grecia mientras alguien desgranaba las sílabas de un verso ¿ sería de Arteche? Lluvia sobre la antigua biblioteca, mientras leía a Unamuno.
Lluvia en El Puskhin acompañando el sabor del cafe malo que duraría toda una tarde, mientras la música de Love History volvía las mesitas de palos quemados, escenario perfecto para el romance siempre a punto de producirse. Lluvia de juventud
Adoro las lluvias de algunos libros. Ver llover en Macondo y sobre el arce de Anna Ajmátova. Seguir las lentas carretas que transcurren sin pausa en los poemas de Teiller y empaparme con su Carta de lluvia.
Hay lluvias de una intimidad de pasos juntos, manos en la cintura y largas detenciones en los aledaños del Municipal de Santiago...¿Recuerdas? Las citas que me quedaron fueron siempre con lluvia y paraguas. A los dos nos daban pena las estatuas de lo felices que éramos...
Hay lluvias, sola. Desde la ventana de mi cuarto sobre los tilos, caminando hacia Ondarreta mientras escribía cartas sugerentes, inventando metáforas, descartando adejetivos, Atenta solo al fulgor apagado del horizonte al fondo.
Llover, llover. Sentirme húmeda y rizada. Lavada por una lluvia que está más allá de toda lluvia y siempre se me resuelve en bautizo y bendición.