martes, 19 de diciembre de 2023

Poemas de Begoña Eguiluz

A quienes me seguís leyendo, un regalo especial junto con mi profundo deseo de que tengamos pese a los males que nos abruman, una Feliz Navidad!!



lunes, 20 de noviembre de 2023

Nani, Nani...



                    NANI, NANI...

 ( Nana para los niños y niñas de Gaza)

                                    Para  Amel.


Y … 

si nos dormimos.

S

entís a lo lejos

el mar de jaspe...

la luna madurita…

cómo huelen las rosas

de Jericó.


Chupemos el gajo de naranja despacito…

Mirad como se irisa la noche

hay peleas de estrellas 

hacia el desierto…


 Nani, nani…na  


Boquita de dátil,  nani

Manita tiznada, nani

Ojitos de  uva…


Nani, nani, na…..

domingo, 15 de octubre de 2023

Cansancio



Por el lado de la vega baja
estarán a rebosar las zarzamoras…
¿Han alcanzado los higos su punto de deleite?
¿Se hizo ya fruto y cayó la milgrana?

Caminad de mañana.

Podéis cortar tomillo al pasar (nunca arranquéis nada de nada)
Sentaos y mirad a la altura de Guajía: hay un cerezo junto a la acequia (está tocado por una última voluntad)

¡Que espere mucho tiempo!

Si seguís, veréis a los olivos
trepar las peñas…
(los más pequeños ganan)
Sentiréis que va con vosotras
un agua acompasada y densa cada vez más elocuente.
A la vera, los escaramujos
os despertarán las ganas de crear ikebanas…
Soñaréis las casetas a lo lejos
los pimientos en trenza

¿Ya extendieron las nueces?

Acariciad a la galguita que os sale al camino (quizá me busca) es de color casi ámbar
trémula y dulce como una cierva recién abrevada

No me esperéis a mí… estoy cansada.

lunes, 18 de septiembre de 2023

El camino.




 Recuerdo la casita que trazaba cuando era una niña pequeña…

Tejado a dos aguas, puerta en arco, un par de ventanitas con parteluces, chimenea que humeaba hacia el horizonte y…un camino sinuoso que partiendo de la casa, se detenía por imperiosa necesidad en el borde de la hoja… El camino y la chimenea humeante eran lo más importante de mi dibujo: antecedentes ingenuos de la  futura nostalgia.


Camino es una bella palabra llena de sugerencias de futuros aprendizajes. Una metáfora que ni siquiera es necesario explicar porque la aprendimos en todos los cuentos que nos contaron en nuestra niñez. Ese camino plagado de miguitas de Hansel y Gretel, el raudo que recorría ufano El gato con botas, el tortuoso y sombrío de  Blancanieves abandonada por el cazador y…ese camino luminoso por el  que caminaban cantando los personajes de El mago de Oz en busca del arcoiris….

Todos esos caminos señalaban la aventura con final feliz. Escuchábamos y sabíamos que los miedos y los peligros  se resolvían en el propio camino, que la historia terminaría con una de las versiones de “y fueron felices y comieron perdices…” 

Ha sido en el camino donde aprendimos de los peligros y el sufrimiento ( David Copperfiel fue un libro paradigmático), pero también desde donde vislumbramos al final y tras un laborioso tránsito,  La Felicidad aguardándonos con su calma de jardín vallado para siempre.


Luego, más tarde, crecimos y los caminos se nos hicieron más ambiguos. Leímos historias  en que  se volvían problemáticos porque para entonces el final feliz era solo una de las posibilidades. Ese camino que devuelve a Don Quijote enfermo, viejo y derrotado a su lugar  de origen es todo un paradigma de muchos finales de camino y…¡cómo nos dolía ese Don Quijote cuerdo, triste y vencido que abandonaba el camino para siempre!


Seguimos cumpliendo años y en nuestra experiencia lectora y vital  se consolidaron los caminos terribles. Como aquel que  llevó a Anna Frank hacia Bergen Belsen después de tanta apuesta y esperanza ó  el que condujo a Sholomov a Siberia a ser machacado. El que inició Scott y su expedición hacia el Polo Sur, tan lleno de coraje.  El que tuvo que recorrer mi familia, perdida la Guerra hacia el exilio…Ninguno volvió. Descubrimos el insondable misterio de los caminos jalonados de perdedores en sus cunetas…


Y la vida siguió y continuamos leyendo historias y poemas, escuchando canciones,  acumulando experiencias. Los caminos se volvieron cada vez más densos, más inciertos, más decisivos… Entendimos el consejo de Kavafis en su “Vuelta a Ítaca” 

Se nos sedimentó la vida y nos volvimos insobornablemente lúcidos porque,  mientras conservamos intacta la nostalgia del camino de vuelta a casa, nuestra fría y cruel razón nos dijo lentamente como al final, Antonio Machado…



Caminante no hay camino

se hace camino al andar

Al andar se hace camino

y al volver la vista atrás


 se ve la senda que NUNCA

se ha de volver a cruzar.


y entendimos finalmente lo que significaba el límite de la hoja en blanco de nuestro dibujo de infancia.



lunes, 3 de julio de 2023

Transgresión





Apenas abrió la puerta se sintió asaltada por la luz de ascua que el salón solía tener a aquellas horas. 

Todo estaba encendido. Todo reverberaba como si la atmósfera vuelta ámbar convirtiera en translúcido  todo aquello en lo que se detenía su fulgor.

La luz bruñía lo opaco. El buda adquiría una rojez oscura de herida antigua, pero el bronce mantenía su opacidad intacta aún golpeada, terca al trabajo de la luz. 

Sí, todo estaba casi en orden.  El calor de la presencia de él se mantenía intacta, también ella revelada de alguna manera por la luz. La cubierta de hilo crudo del sofá un poco arrugada, los cojines arremolinados con la forma aún de su cabeza temblaban en su precario equilibrio, sus libros de viajes sobre el vidrio se abrían de canto y como en un espejismo tornasolado, la barca de Hator viajaba también con el crepúsculo… 

El refinamiento de las hortensias adoptaba cierta cualidad gaseosa que se derramaba sobre la plata mustia de las abuelas para siempre recuperadas muchachas en flor... 

El aire se condensaba en un polvo delicado. Las cosas navegaban  y bajaban como corderos a abrevar de su corazón cansado, antes de hundirse palpitando en lo oscuro.

Era la tarde que se negaba a morir. Flotaba la huella de un aroma que ahogaba porque condensaba, mucho bello, mucho triste, como si todas las citas fallidas y todos los encuentros afortunados que habían vivido juntos fueran pesados en una balanza de equilibrio imposible. La casa a esa hora era una metáfora perfecta de su relación: luz sobre bronce haciendo arder sin traspasar nunca.

No recordaba haber sentido nunca antes esa fuerza poderosa que se percibía aquella tarde en su casa con tal precisión de sentido.

Intentó conjurarla  musitándose a sí misma bajito el ruego de aquella muchacha asomada sobre el Arno 
( seguro que también en un atardecer de agosto) despacio despacito ¡Oh, mio babbino caro!... babino caro!

La pena ocre, esa que sigue fiel a las trasgresiones ( por más que estas sean opacas y rebeldes a la luz) , esas culpas que apagan las lámparas y cierran las cortinas, esa, la pena, se le agazapó en el estómago al ritmo de cada palabra para deslizarse luego, pegajosa como un hilo helado que le recorriera delicada el sinuoso perfil de la columna. 
Y así, mientras permanecía en la belleza tocada de hiel, la tarde se fue apagando y sus tesoros incandescentes fueron enfriándose hasta que el ascua se apagó.

Se sentía curiosamente distante y alerta a la vez, como después de haber bebido un curioso veneno paralizante que le hubiera dejado la conciencia intacta (una conciencia en carne viva). Si hubiera cedido, entonces a su más íntimo deseo, se hubiera dejado resbalar poco a poco hasta desaparecer tragada y por fin indiferente en ese agujero negro que ya era la noche junto con todo lo antes tocado por la luz.

La presencia de él, respondiendo a su ruego, se le vino encima. 

La hirió como dardo oxidado el tintineo de la filigrana de plata, aquella que ella nunca usaba y que de pronto le hacía arabescos delante de los ojos como el día en que él se la regaló.

El fantasma del anillo labrado que le compró a la vuelta de los frescos del Giotto le laceraba el dedo cuajando tembloroso, pero un momento después fue peor aún ya que le cayeron encima sus miradas ubicuas: las de las buenas tardes, las de las noches abrazada, las de las mañanas rasgadas por su canto y las de la cierta sonrisa de cuando leía en silencio sus poemas, esa precisamente la convirtió ahora en carne de espanto que intentaba esquivar inútilmente la certeza exquisita del golpe…

Si sonara la llave ella cedería en todo. Prepararía sin chistar sus ensaladas quitando hasta el último centímetro de piel a los tomates, los dejaría convertidos en joyas limpias y brillantes, no haría ruido al cerrar las puertas, se inventaría palabras de fieltro si fuera necesario, apagaría las luces de las habitaciones vacías. Escucharía Callas horas y horas... dejaría de escribir.

Recordó que el tiempo se había distendido y la noche y los días habían trastornado sus relojes. A ella se le veló la mirada y empezó a rielar en ese delicioso límite en que convergen por una vez lo soñado y lo vivido. Se movía como una diosa. Todo era perfecto porque le era debido, porque es imposible degustar con tal placer y sentir ni por un momento un toque de tristeza. El dolor es hambre, siempre es hambre y ella estaba saciada. Cerró su puerta y clausuró su mirada, mejor dicho la volvió hacía el adentro y... lo olvidó.

Era imposible que viera las largas detenciones de él frente a su mesa, la muda interrogación de sus miradas y esa actitud como al acecho que adoptaba mientras ella meditaba largamente y se dejaba llevar por la sonoridad de una frase que quemara suavemente…

Sí, él la miraba y ella se dejaba mirar porque resplandecía y no importaba porque ella estaba lejos, lejos y total y absolutamente plena.

Supo del deleite de mascar luz y sombra absolutamente ensimismada, pero mientras escribía no sabía que la preciosa saciedad en que vivía no era más que la obertura sinóptica de una melodía muy vieja. Una lucidez súbita la hizo sospechar que lo que escribía podía envenenar… Percibió el susurro de la serpiente entre la hierba pero, ni aún así pudo vencer la tentación y escribió la última palabra  sin vergüenza todavía. Era la suya, una palabra desnuda, sin ni siquiera hoja de parra.

Pero, él la miró de otra manera y su mirada le arrancó la aureola. Entonces ella, deambuló, borroneo e intentó transar, esquivar, explicar inútilmente. Luego, arrojada a la intemperie, a pleno sol permaneció largo tiempo inmóvil intentando cubrirse pese a que toda ella era un deseo de huida a ninguna parte.

Al fin, imposibilitada de arrojar de sí una culpa que no entendía y que se le imponía con fuerza incontestable, tuvo que confesar que lo que le había ocurrido era ni más ni menos la consecuencia de no haber sabido vencer la dulce tentación de las palabras desnudas, procaces, ambiguas  degustadas a solas, a solas, total y absolutamente a solas.

Cuando volvió a entrar en casa no era ya la misma. Volvía vestida , inclinada y opaca.

Había destruido un paraíso que sólo entonces sabía que existiese y, conocía demasiado bien el Génesis, como para pretender ignorar cuál sería su suerte. 

Aquella tarde volvió a casa estropeada por una naturaleza previsible, esa que le había sido transmitida por una tradición sutil de la que su madre y su abuela sabían seguro cumplidamente aunque ellas no escribieran una sola palabras. Tenía que ver con lo que se decía y lo que se callaba.

Se hacía tarde, muy tarde, pero ella no encendió la luz. 

Cara a la puerta cerrada, deseó como nunca un preciso y único sonido hasta que sólo fue una obsesión intermitente, monótona, de oír el girar de una llave conocida.  Cuando la oyó, por fin, ella se había convertido en un deseo exhausto.

La llave giró en la cerradura. El entró, encendió la luz de lámpara y la miró largamente con sus ojos que se lavaban lentamente frente a ella y de una forma casi milagrosa sonrió levemente burlón, como sólo hacía cuando leía sus versos y entonces,  con deliberación, para que ella comprendiera se sacó una manzana roja y brillante del bolsillo, la limpió en su pantalón, le dio un mordisco jugoso y… se la ofreció.

martes, 23 de mayo de 2023

La casa de Llolleo

 



Cuando me adentro en lo más profundo de mis recuerdos, siempre oscila ante mí una secuencia soleada de imágenes que poco a poco van adquiriendo una especie de dulce espesor. Empiezo a vislumbrar entoces la casa de la plaza…

Voy percibiendo un inmenso jardín, al menos yo creía en ese entonces que era inmenso, luego aparecen poco a poco las cuatro palmeras gruesas y orondas como nodrizas que la cerraban a la plaza.

 Se va  volviendo clara la tapia de ladrillo. Veo  los cascotes rotos y el portillo por el que nos escabullíamos con mi padre algunas veces al atardecer, a lo largo del verano, evitando la puerta principal, ya que en mi casa vivían brujas que, a veces nos  podían atacar desde los espinosos rosales de la entrada. Veo todavía a mi hermanita herida por una de esas garras amenazantes. Al menos, así me lo aseguro ella. Los demás decían que había caído sobre las rosas y sus espinas.

 La virgen solía pasearse entre las fresias a medio día con su niñito de la mano. No pude verla nunca por mucho que la  acechara, pero el untuoso perfume que se volvía casi insoportable a esa hora, me señalaba su huella vibrante. 

En las tardes, durante las siestas del verano, la casa navegaba entre la suave polvareda que producía el viento y dejaba luego en los nísperos  y en las rosas una pátina cenicienta.

Mientras, en la entraña de la casa, un caño de agua hacía mis delicias cuando la casa se volvía perezosa…

Al fondo, en  la cocina enorme y oscura, se freían los huevos y se hervía la leche. Yo rehuía sus sombras, a menos que estuviera acompañada de alguna de las muchachas que me cantaba viejas  baladas del tiempo de los Carrera  y me daba a probar un pedacito de cualquier cosa deliciosa.

 A veces dormía con mi abuela y  cuando abríamos apenas las junturas de las contraventanas al despertar, el espectáculo de cientos y millones de motitas danzantes me extasiaba. No he vuelto nunca más a ver danzar el polvo.

A las mansardas de arriba no subí nunca.

 Mi día empezaba en el jardín  con uno de los delantales que me hacía mi madre, muy limpia y repeinada. Deambulaba mucho tiempo al sol  sorbiendo fragancias y haciendo conjeturas. Mi brújula secreta estaba imantada hacia la abuela. Todas mis correrías convergían en ella. Quisiera recordar de qué hablábamos, pero apenas me ha quedado  la vaga sombra de una página, el roce de unos dedos frescos al reclinarme sobre su bata suave, el cascabeleo de una melodía...

Comía en el comedor  una tremenda cantidad de " Nuestras Señoras" a mediodía. Era un deleite cada una de esas sabrosas cucharadas bautizadas por la inagotable sapiencia del santoral que tenía mi abuela.

Al atardecer,  “la Charito” doblaba la esquina  bamboleándose y dando voces mientras cruzaba frente a nuestra verja. Su hábito gris y sucio, su pelo cano que se apelmazaba en rizos, sus gritos guturales me fascinaban y angustiaban a partes iguales. Me apresuraba a entrar en la casa a  acurrucarme junto a la abuela que tejía…


Solo recuerdo la casa en verano cuando  brotaban las rosas y su olor se mezclaba con el de las fresias. Veo una manguera extendida y regueros de agua por todas partes, siento chapotear a los zorzales

A mi madre cortando juncos para un ramo. Todavía intento impedir tal desaguisado...

El jardín era mío y yo era una soberana celosa.


lunes, 17 de abril de 2023

El pan






Tenía seis años aquel marzo. Mi padre estaba muy enfermo en Santiago y mi madre lo cuidaba. Yo me recuerdo sola aquella tarde con mi abuela, en Tejas Verdes.

Ella vestía batas de villela de florecitas pequeñas y siempre de fondo oscuro. Se ataban por delante y tenían unos cuellos deliciosamente suaves en los que el inicio de mi placer sensual se concentraba. Cómo me gustaba acariciar el cuello suave reclinada en su pecho sintiendo el suave olor a lavanda que ella emanaba…

Mi abuela tenía los ojos verdes y un moño color de plata. Siempre estaba sentada y yo la adoraba. Yo sabía que era frágil, que sufría del pecho, que le costaba andar, que jamás iba a ninguna parte.

Aquella tarde salí al descampado lleno de yuyos que rodeaba nuestra casa.  Estaba totalmente amarillo. Caminé un poco a la deriva como les gusta a los niños mirando las nubes y sus formas. Pensando si sería aquella tarde la  del fin del mundo como solían vaticinar las chicas de la costura que algunas tardes iban a trabajar a nuestra sala. " Vendrá cuando menos lo pienses" me decían, por lo que yo de vez en cuando, lo pensaba aplicadamente para que todo siguiera en orden. Debo de haber andado recogiendo algún  resto de vellón de oveja, alguna ramita caprichosa, alguna pluma de gorrión…Me gustaba guardar cosas en los bolsillos de mi delantal.

Llegué sin  proponérmelo a la casa “ de los negruchos” y vi  a la madre,  que en el patio junto al horno de barro, se preparaba para hacer pan. La masa hinchada reposaba en la artesa. Las gallinas picoteaban en el polvo y a lo lejos “ El Monte Calvario” empezaba a enrojecer. Me acerqué. Me sonrió con su sonrisa dulce y mellada y separó para mí un poco de su masa. Me lave las manos con agua del pozo muy densa y muy fresca que ella dejó caer sobre mis manos con una escudilla de aluminio. Luego, amasamos las dos. Ella hizo sus panes y yo el mío imitándola a conciencia. Antes de meterlos al horno, la mujer fue hendiéndolos suave con un tenedor  con sus manos cuarteadas y morenas. Después me pregunto para quién sería mi pancito.

Yo desde el primer momento había decidido que fuera para la abuela, mi abuelita  sentada allí en la sala con las manos cruzadas cara a la ventana, totalmente en silencio...

La madre de los negruchos me pasó el tenedor y yo con cuidado dibujé ondas.

Fue poniendo ordenadamente los bollos en la pala y el mío quedó en el medio. Entre la ceniza caliente quedaron los panes. Cerró el horno y nos pusimos a esperar. 

Descolgó las sábanas y la ayudé a doblarlas punta con punta. Regamos luego los alelíes y las malvas. Me sirvió un vaso de agua del pozo y un poco de harina tostada con azúcar. Nos sentamos después y yo le canté la canción del “mes de mayo, mes de mayo…” que le gustaba mucho. Cuando el pan estuvo listo ella lo sacó con su larga pala de madera.

Con un trapo blanco los fuimos limpiando, pero yo dediqué un cuidado especial al mío tan calentito y oloroso con sus rayas saltarinas...

Me lo envolvió en un paño para que no perdiera el calor. Fue entonces  que me entró la prisa ¡Da saludos a tu abuelita! escuché mientras corría hacia casa pisando yuyos.

Abrí la puerta del cuarto de la abuela.  En en la ventana se mezclaban los naranjas con los violetas y ella al medio en su silla alta de espaldas a la puerta. Sola, con su pelo brillante, con sus manos llenas de motitas pardas, con sus tobillos hinchados...¡Tan hermosa!

Me acerqué y puse el pan sobre su regazo con el corazón a punto de reventar de esa extraña mezcla de sentimientos que azota a veces el corazón de las niñas: ternura, temor de que no estuviera, un amor que me dolía por no caberme en el pecho pequeñito.

Abrió el paño,  tomó el pan y lo husmeó con placer. Yo mientras, le contaba como lo había hecho para ella. La abuela lo partió, ella que casi no comía se lo llevó a la boca.

¡Este pan es tan rico que me lo comeré inmediatamente: no puedo esperar la hora del café con leche…!

 Y mientras mi abuela comía lentamente mi pancito, yo  no sabía que estaba viviendo uno de los momentos en que más absoluta y perfectamente he sido feliz.


martes, 14 de marzo de 2023

Memorias de África



Hoy por la tarde, cuando empezaba a anochecer, he terminado de leer “Memorias de África” Me he quedado largo tiempo en silencio marcada por la ensoñación de la lectura, perdida en un paisaje que reverberaba superpuesto a los tilos de frente a mi ventana. He sentido hondamente esa melancolía que nos producen los viajes que se acaban. 


Pienso en dónde estará el sortilegio que me ha mantenido atada a esa voz que narra, casi sin levantar la vista, ni notar el paso de las horas. Es quizá la cercanía que proporciona  ese mi, ese nosotros. tan repetido, tan íntimo, que me contiene tan bien…


Desde el “Yo tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong…. " Más que leer, oigo la voz de esa mujer que rememora, que se deleita recordando y me atrapa con la belleza  que va haciéndose presente de una manera absolutamente embriagadora  en ese lugar que ella define como” la África destilada, la destilada esencia de un continente”.


Su voz pinta el paisaje. Los colores que predominan son como los de la cerámica cocida. Veo los árboles que se extienden en capas horizontales, y las desnudas y retorcidas acacias. Siento el fulgor del cielo azul pálido o violeta y las nubes que viajan lentas hasta topar con las montañas y a veces, traspasarlas, volviéndose hilachas a lo lejos.


Siento la fuerza del viento de las tierras altas y como sopla sobre las grandes praderas haciendo ondular las hierbas altas que inevitablemente producen la fantasmagoría del mar.


Vislumbró el gran cazadero que se extiende hasta el Kilimanjaro y llega un momento en que camino tan fácilmente como lo hacía ella sobre la hierba corta hacia la reserva de los kikuyus.


Escucho con deleite cómo era su granja, sus seis mil acres divididos en tierra de aparceros, pradera, bosque virgen y un cafetal bello como un sueño cuando florecía. Siento el picor de la fragancia de la nube de flores blancas en primavera.


Empiezo a conocer a Farah, su criado somalí, a Kamante, su cocinero, a Kinajuy. a Kabero, Kaninu y sus vecinos masai. Con ella me voy acostumbrando a gustar de lo diferente.  La voz que cuenta me transfiere la importancia de la distancia condicionada por unas culturas total y absolutamente distintas. Una distancia que no disminuye el interés, ni las emociones Me acostumbro a sentarme en la veranda al atardecer y las más de las veces, en la gran piedra redonda.


La voz me acerca. Me hace que mire y huela y no recule frente la pierna llena de llagas del niño Kamante, ni el aspecto de Tinajui, el jefe de los Tikuyus,  un viejo desnudo con piernas como ramas secas que se cubre con una maloliente piel de mono. Me hace apreciar la belleza de las somalíes, la aristocrática lejanía de los pastores masai


Caminamos entre las shambas pisando polvo o barro y sentimos el humo azulado de las pequeñas hogueras donde se queman las basuras. La vida bulle entre los aparceros en disputas, en el sonido monótono del maíz que se desgrana, en los gritos y risas de los “totos” camino de la pradera con la vaca familiar.


En esta historia aparecen pocas mujeres. La voz no dialoga con ninguna. Trata siempre con hombres y la sirven, hombres. El poder femenino lo ejercen las viejas. Calvas, de piernas flacas como flamencos y una absoluta e insobornable desconfianza. Son las que graznan y amenazan si es necesario. Se han ganado la palabra a fuerza de cumplir años y volverse supervivientes. La abuela de Wanyangerry es temible como una de las brujas de Shakespeare.


Hay algo aquí que me hace aceptar y disfrutar sin juicios, del café en porcelana de Limoges y a la vez de la cuarteada piel de Tinajui en cuyos surcos negrea la mugre de toda una vida, en continuidad de secuencia.


La escucho leer un soneto, mientras los dieciséis bueyes que van conduciendo los carros con el café recién cosechado, bajan a trompicones lentos hacia Nairobi y escucho el restallar de los látigos, los chirridos, los mugidos ... y no quiero que calle.


Los blancos son casi figurantes un poco deslavazados que beben vino y hablan de safaris cuando van a cenar a la granja. Los que se hacen quizá un poco entrañables son los fracasados, los acogidos por África en la última vuelta del Camino.


La voz va haciéndose una con su granja, con su gente, con los animales a quienes progresivamente siente más repugnancia de matar. Nuestro oído asiste a una suerte de sortilegio por el que Karen descubre que las colinas del Nong son su lugar en el mundo. Las notas del amor son la responsabilidad y una mirada honesta y sin escudo sobre lo que la rodea.


Esta belleza de libro  es cualquier cosa menos sentimental. El humor lo protege frente a la tentación de las efusiones y me doy cuenta de que también esta voz que me ha cautivado es una destilación delicada de los cinco sentidos en alerta frente a un lugar y unas gentes que la hicieron feliz.


La voz no consuela. Todas esas bellezas están condenadas y lo sabe, pero las disfruta hasta el último día como si fueran eternas. Creo que para mí ha sido su mejor lección: ese no querer cerrar los ojos, ni el corazón, aceptando al unísono el dolor y el amor sin protegerse.


jueves, 9 de febrero de 2023

La afortunada



¡Mírame esposo!

Para que riele esta noche de agosto

tan lejana y hermosa como acostumbro.

¡Tócame esposo!

Para que pueda acodarme en el alféizar

toda abandono y cadera quebrada

¡Bésame esposo!

Para que vaya impoluta a los infiernos

con la suerte hecha el óbolo bendito

que reserva la vida a las felices.

Esposo de áureos dedos

¡descórreme la aurora!

Inaugura la luz, alto de lanza

fuerte de escudo.

¡Dime!

Si tú conmigo

¿quién osaría sorprenderme?

Tus caballos avanzan aguerridos

hacia un nadir desleído de miel

por mor de tu mirada en mi costado.

Amado ¿te quedarás conmigo

hasta el final del día?

¿Aquietarás mi miedo

con tu flauta de fiesta?

Amigo, escúchame un momento

¡acaricia las zorras desatadas!

Ruedan sobre el regazo tus granadas

y su jugo corroe mis desdichas.

Aquí, debajo del manzano

soy amada

de cadera a razón, acariciada.

Soplas sobre mi empeine

acaricias sin daño mi cintura

de par en par me miras

en noviembre, en almendros

en la distancia mínima ¡tan dulce!

Tardes de las conversaciones

en que fluyen saltando

pequeños pensamientos sin corteza...

¡Ay esos tiempos

de los puentes, de la lluvia finita

de las manos  inevitablemente juntas…