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Santa María del Trastevere. |
Recuerdo iglesias... Hay muchas en mi vida. La de Santa Eufemia, en Vizcaya porque era niña y el perfume del puerto se colaba hasta ella. La de Los Padres Franceses en la Alameda de Santiago de Chile porque me casé en ella con alfombra roja y sonido de lluvia La magia que iglesias, capillas, cruceros... hicieron nacer en mí no me ha abandonado nunca y aún hoy tan lejana a ellas en tiempo y espacio, vuelvo a postrarme algunas veces frente a esa inefable Presencia que me hicieron en su momento, tangible.
Recuerdo la iglesia transparente del Pinar, en Uruguay al atardecer. Aquella que vez en que la iglesia casi sin muros, se incendió ante mis ojos y el mundo pareció desaparecer. La sensación que se produjo entonces en mí fue tal, que sentí hasta a los pinos orar conmigo. Quien eligió ese enclave y esos muros sabían.
Recuerdo la vigilia Pascual en Aiete. La iglesia a oscuras, el fuego a la intemperie, la procesión con los cirios ya encendidos y el delicioso sonido del agua viva brotando a chorros en la pila bautismal, mientras las campanas se volvían locas. No he olvidado aquella resurrección.
Sin embargo, la belleza sola no sirve. Lo aprendí en Santa María la Mayor, en Roma donde la perfecta belleza de la música y la cadencia de los gestos repetidos, casi me hicieron olvidar que los signos fundamentales, pese a su cuidado no transmitían evangelio: el cordón dorado separando lo sagrado y lo profano y la absoluta ausencia de mujeres en el espacio”sagrado” rompieron rápido mi deleite: de alguna manera mi sensibilidad religiosa descubría un anacronismo que volvía opaco el conjunto.
En Santa María in Trastevere en cambio, la imagen de Maria por una vez a la par de la de Cristo, unidos ambos en abrazo de iguales, tocaba mi sensibilidad de mujer del siglo XXI con una precisión que me conmocionó: jamás he visto otra imagen de la virgen que fuera más imagen de Dios.
Todo esto me lleva a pensar que la función de la ceremonia religiosa es hacernos presente el Misterio: su función es mostrar a Dios pero también suscitar en nosotros la atención necesaria para percibirlo. La ceremonia religiosa debe hacer posible la atmósfera de otra dimensión y esto es algo que funciona, más que explícitamente, de una manera casi poética. Entendemos lo religioso como entendemos el arte en general: un poco oscuramente. Sentimos que nos conmueve pero no terminamos nunca de tener claro por qué.
Cuando pienso en las experiencias fuertes que he vivido en este sentido, descubro que quienes las hicieron posibles no dejaron nada al azar y sin embargo, todo allí parecía pura gracia. Algo hecho especialmente para nosotros como un regalo. Quién dice que el edificio es irrelevante no entiende que quizá lo que ese artista esté construyendo no sea sólo un edificio caro sino una manera inédita de escrutar la espalda de Dios.
Cada época tiene su sensibilidad de la misma manera que cada pueblo tiene su cultura de la cual la expresión de lo religioso, es parte. Sin embargo a veces somos terriblemente anacrónicos y nos aferramos a ritos que dejan vacías las iglesias porque nadie que tenga verdadera hambre, que es el estado necesario para acudir a la vera de Dios, acudirá donde no dan pan. Pienso, en este sentido, que solamente puede alimentarnos el pan de vida pero cocinado hoy. No lo podemos evitar, nos gusta más el pan fresco.