martes, 23 de mayo de 2023

La casa de Llolleo

 



Cuando me adentro en lo más profundo de mis recuerdos, siempre oscila ante mí una secuencia soleada de imágenes que poco a poco van adquiriendo una especie de dulce espesor. Empiezo a vislumbrar entoces la casa de la plaza…

Voy percibiendo un inmenso jardín, al menos yo creía en ese entonces que era inmenso, luego aparecen poco a poco las cuatro palmeras gruesas y orondas como nodrizas que la cerraban a la plaza.

 Se va  volviendo clara la tapia de ladrillo. Veo  los cascotes rotos y el portillo por el que nos escabullíamos con mi padre algunas veces al atardecer, a lo largo del verano, evitando la puerta principal, ya que en mi casa vivían brujas que, a veces nos  podían atacar desde los espinosos rosales de la entrada. Veo todavía a mi hermanita herida por una de esas garras amenazantes. Al menos, así me lo aseguro ella. Los demás decían que había caído sobre las rosas y sus espinas.

 La virgen solía pasearse entre las fresias a medio día con su niñito de la mano. No pude verla nunca por mucho que la  acechara, pero el untuoso perfume que se volvía casi insoportable a esa hora, me señalaba su huella vibrante. 

En las tardes, durante las siestas del verano, la casa navegaba entre la suave polvareda que producía el viento y dejaba luego en los nísperos  y en las rosas una pátina cenicienta.

Mientras, en la entraña de la casa, un caño de agua hacía mis delicias cuando la casa se volvía perezosa…

Al fondo, en  la cocina enorme y oscura, se freían los huevos y se hervía la leche. Yo rehuía sus sombras, a menos que estuviera acompañada de alguna de las muchachas que me cantaba viejas  baladas del tiempo de los Carrera  y me daba a probar un pedacito de cualquier cosa deliciosa.

 A veces dormía con mi abuela y  cuando abríamos apenas las junturas de las contraventanas al despertar, el espectáculo de cientos y millones de motitas danzantes me extasiaba. No he vuelto nunca más a ver danzar el polvo.

A las mansardas de arriba no subí nunca.

 Mi día empezaba en el jardín  con uno de los delantales que me hacía mi madre, muy limpia y repeinada. Deambulaba mucho tiempo al sol  sorbiendo fragancias y haciendo conjeturas. Mi brújula secreta estaba imantada hacia la abuela. Todas mis correrías convergían en ella. Quisiera recordar de qué hablábamos, pero apenas me ha quedado  la vaga sombra de una página, el roce de unos dedos frescos al reclinarme sobre su bata suave, el cascabeleo de una melodía...

Comía en el comedor  una tremenda cantidad de " Nuestras Señoras" a mediodía. Era un deleite cada una de esas sabrosas cucharadas bautizadas por la inagotable sapiencia del santoral que tenía mi abuela.

Al atardecer,  “la Charito” doblaba la esquina  bamboleándose y dando voces mientras cruzaba frente a nuestra verja. Su hábito gris y sucio, su pelo cano que se apelmazaba en rizos, sus gritos guturales me fascinaban y angustiaban a partes iguales. Me apresuraba a entrar en la casa a  acurrucarme junto a la abuela que tejía…


Solo recuerdo la casa en verano cuando  brotaban las rosas y su olor se mezclaba con el de las fresias. Veo una manguera extendida y regueros de agua por todas partes, siento chapotear a los zorzales

A mi madre cortando juncos para un ramo. Todavía intento impedir tal desaguisado...

El jardín era mío y yo era una soberana celosa.


1 comentario:

  1. Genial tu descripción de la casa de Llolleo,aún recuerdo y hasta huelo los deliciosas fragancias de las fresias,violetas y rosas que poblaban el jardín.
    También recuerdo la fragancia de las papayas que crecían en el huerto que daban a una esquina de la plaza de Llolleo,y el delicioso postre que hacía la abuela con ellas.
    Papayas al jugo se llamaba el postre.
    Y las mansardas,ayyy eran los dormitorios y refugio de mi hermano y los primos.
    Era una casa estupenda y hospitalaria de verdad.
    Me ha encantado leer tu relato Begoña.

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