jueves, 19 de febrero de 2015

Por qué escribo...




Muchas veces he sólido preguntarme el por qué me levanto al alba cuando solo rebullen los gatos y el crisantemo es aún sombra en mi ventana, qué es lo que hace que me yerga, eche sobre mis hombros el chal de mi madre y en soledad perfecta, me ponga a escribir.

Sé, mientras muevo la pluma, que nadie espera mis palabras y sin embargo, ahí estoy bien despierta contra mis tres almohadas en equilibrio, disponiendo mis palabras una tras otra con verdadera concentración. Pensándolo bien y, a pesar que la cuestión es compleja, la respuesta más sincera a la pregunta por muy extravagante que parezca es que en realidad escribo para poder leerme yo.

 Soy mi más incombustible lectora. Sé que me leeré hasta el fin. Me produzco una inmensa curiosidad. Además, disfruto de la licencia de corregir cuánto quiera y las veces que quiera lo que escribo para pulir el deleite de la palabra en mi oído interno. Hay amaneceres que se me van en ello.

Joyce y Proust hubieran envidiado mi privilegio de oscura escritora de blog. Tuvieron que sufrir, los pobres, el que les arrebataran continuamente sus papelotes abigarrados, duros editores que exigían responder a plazos de publicación y no se daban cuenta de que lo cierto es que un texto no está nunca absolutamente terminado para un escritor y que uno de los grandes placeres de quien desliza la pluma es omitir, matizar, sugerir, cambiar...

Escribo, queda claro, porque soy una apasionada lectora. Antes de escribir una sola palabra fui una escuchadora atenta de todo lo que pudiera ser contado o cantado, pero apenas dominé el abecedario, la lectura se convirtió en mi manera de estar en el mundo. No ha habido un día de mi vida en que no haya tenido cita con un libro. He soportado muchos malos momentos y disfrutado doblemente los deliciosos simplemente porque una esquina de mí sabía que un libro apasionante esperaba que llegara a casa.

La escritura llegó más tarde. Al principio, en medio de ejercicios de geometría, combinados con mapas y fórmulas, aparecieron los primeros versos. Más tarde necesité la página blanca sin márgen ni línea alguna para que los borradores se sucedieran sin interrupciones uno tras otro hasta que  limpio y terso, el texto emergía finalmente para que yo pudiera leerlo como si fuera un mantra.

Estoy en mi biblioteca a mi propia disposición tal como están Vallejo, Dickynson, Virginia, Miguel Hernández... No mentiré: leer mis textos me seduce: allí soy otra.

Es posible que en el gusto por la lectura de lo propio esté la clave de la persistencia de todos aquellos escritores que nunca necesitaron publicar, como Emily Dickinson o incluso de otros cuyos nombres siquiera conocemos  y que pudieron de esa manera sobrellevar la oscuridad y el silencio sin dejar caer la pluma. Tal vez sea por ello que quien escribe tiene que ser en razón de supervivencia, su propio lector apasionado.

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