Gracias es una palabra de color guinda y
para darse cuenta de su delicioso sabor, hay que escribirla entre signos de
exclamación. Por supuesto no me estoy refiriendo a la gris desvaída, esa que
emitimos automáticamente por pura cortesía, sino a la que nos brota del alma, impensada y excesiva como toda emoción que se
respete.
El agradecimiento genuino, solo surge frente a
lo gratuito que se nos brinda, aquello que se nos da por deber, como justamente
“se nos debe”, no produce en nuestro interior esa pequeña revolución gozosa. La
entrega de lo debido, produce acaso una cierta inclinación de cabeza, un
reconocimiento del otro como persona con sentido del deber, una distante
sensación de respeto. En cambio ese, ¡gracias! al que me refiero, solo puede suscitarlo aquello que lleve
adherido ese rabillo de añadidura, de
gratuidad, de desmesura.
Interesada por este asunto de las
etimologías, me puse a investigar un poco sobre el origen de “Gracias”:
“gratias aguere” (dar gracias), que alude al reconocimiento y alabanza que
produce “en todo bien nacido” que hubiera dicho mi madre, la sensación de
reconocimiento por el favor recibido. Lo que no sabía y me pareció
profundamente sugerente, es que existe un vínculo aún más antiguo entre Gratus
y gratia, que tienen la misma raíz indoeuropea, que genera en latín un préstamo
literario que es Charites y que se refiere a las “gracias” con sentido de
elegancia, atractivo, encanto, donaire, garbo, hermosura. De ella deriva la
palabra Caridad, (Charite) de dónde proviene también, caricia.
Creo que este vínculo se traduce
muchas veces de manera inconsciente en nuestras emociones y se exterioriza, producto
de un inconsciente colectivo que ha ido cuajando en siglos de cultura, en
expresiones que utilizamos sin caer en la cuenta de su tremendo poder decidor.
Así ¡Gracias!, goza de buena salud entre nosotros y es una palabra casi
consagrada por la buena educación, de la misma manera que “gracia”, caracolea
por nuestro idioma toda pizpireta, ella. Vean si no la cantidad de expresiones
que jalonan nuestro decir... “me haces
gracia”, “estás llena de gracia”, “me caes
en gracia”... Esta “gracia” se viste de
púrpura, amaranto, lilas claros.
Pero la pobre palabra “caridad” está vestida de ceniza. Ha perdido
prácticamente todo prestigio y se ha hundido en la connotación negativa, que
apunta a esa actitud de insoportable
tufo paternalista, que la ha dejado vestida de harapos. Perdida en los
registros de una religión anacrónica, es una palabra permítanme que les diga,
injustamente tratada, porque si entendemos bien el juego de los sentidos
lingüísticos, tendríamos que aceptar que
practicar la caridad, no es otra cosa que
ejercer las “gracias” , es decir;
vivir la vida... acariciando.
Habíamos quedado en que lo que inspira este movimiento del corazón,
que se traduce en ese dulzor que brota
inevitable ante lo que se nos brinda sin que lo merezcamos y que nos lleva a responder siempre gritando, aunque sea en
silencio... ¡gracias! es esa fineza de
la vida, ese garbo con que se nos manifiesta a veces. La belleza del mundo se expande
entonces (cuando lo hace), en un derroche que pareciera “agraciarnos” solo a nosotros....
Allí arriba en la montaña mirando ebrios hacia el valle, nos sentimos a veces desbordados por algo que
nos parece no se nos debe y sin embargo se nos otorga. Lo mismo nos sucede
cuando sobre nosotros se despliega toda una fuerza, que exige que existamos y
nos sostiene. También cuando nos sentimos perdonados, abrazados hasta la
médula, sin ni siquiera haber pedido perdón. La vida entonces practica la caridad con nosotros, no la
justicia.
Practicar la caridad es dar ocasión a que una gratuidad misteriosa se
despliegue. Es suscitar en el ánima de los que nos rodean, ese desborde que nos
llena la boca y el corazón del sabor de las cerezas maduras... (aquí por favor,
que cada uno imagine el sabor que prefiera para que me entienda).
Por esto sugiero, que dejemos por una vez, Caridad abandone la cocina, se
vista de gala, acuda a palacio y baile hasta la media noche... aunque la
inexorable historicidad de las palabras, la obligue a volver junto al fogón y
nosotros volvamos a olvidarnos de su oculta hermosura...
Agradecer, ser caritativos,
acariciar, son palabras de distinta
fortuna, para nombrar algo que no ha cambiado en el ser humano, desde que
conquistamos la autoconciencia. Es bueno recordarlo a veces.
Supongo que la permanencia de este amor tuyo es más importante que este poema tan deliciosamente humano, con imágenes tan inesperadas -eras tan hermoso tendiendo mis enaguas...- que quieren dar cuenta de un amor que crece y crece frente a las colinas. Siempre es difícil lograr que un poema autobiográfico sea capaz de integrarse en la biografía de los que lo leen, de ser lo que nosotros -que leemos- queremos que sea. Aquí, en este poema, esa comunión se ha logrado, y quería decírelo...
ResponderEliminarMuchas gracias Carlos, por decirmelo. Al fin de cuentas, todo poema es autobiográfico pero si no trasciende la propia vida y se muestra capaz de contener la ajena, será una propuesta fallida. Un abrazo.
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