Acceder a Manhattan desde el aeropuerto por Queens, el barrio más extenso de Nueva York, es hacerlo a través del patio de servicio. Un patio que es copia pobre del famoso “sueño americano”. Hileras de casitas pareadas se suceden interminables. Tienen en común: una “escalinata” endeble como de casa de muñecas, que conduce a una puerta historiada con parteluces en la que refulgen los bronces y que genera la memoria inquietante de puertas de panteón. Estas puertas desproporcionadas son elocuentes: dan la impresión de que en la puerta y la escalera precisamente, está el orgullo de la casa… un orgullo de muy mal gusto que se adorna con flores de plástico, con enanitos y a veces con cachivaches diversos. Ahí viven pobres con ganas de medrar. Las banderas estadounidense que de cuando en cuando se divisan deslucidas por la lluvia, hacen pensar en que de aquí han salido muchos soldados que andan ahora cargados de adrenalina, allí por Irak. Se ve muy poca gente en la calle. Seguramente sus ocupantes están ganándose duramente cada hora en los Starbucks de Manhattan y volverán muy tarde, derrengados.
Sólo cruza la calle alguna anciana negra cargada de bolsas, un muchacho con la capucha puesta y adidas descomunales para sus piernas cortas. Nadie más. La calle larga y triste en que nuestro autobús rueda se encuentra de pronto y sin espacio alguno que la separe visualmente de lo anterior, con el cementerio “El Calvario”. Este es tan grande que se divisa perfectamente desde el avión. Kilométricas hileras de estelas funerarias dispuestas, a lo que parece, sin orden ni concierto. Todas grisáceas, todas de la misma altura, se suceden interminables a ambos lados de la autopista. A la derecha, se yerguen inmensas las cuatro chimeneas rojas y blancas de la mole de KEYSPAN. El Calvario se extiende a sus pies abrazado por la mole que humea… A mí mente afloran inevitables los versos de “El poeta en Nueva York”, la idea de esa muerte industrial, productiva y anónima…
“Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos
cinco millones de cerdos…
…y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.”
Antes de llegar al hotel ya hemos contratado dos tours que nos parecen convenientes. El primero será una aproximación a N. Y. que realizaremos al día siguiente por la mañana. El otro, una visión de contrastes que quedará para el día después.
Es ya de noche cuando paramos frente a nuestro hotel situado estratégicamente en Midtown (el corazón de Manhattan). Se trata de un pequeño rascacielos con la forma característica que veremos repetirse en muchos otros edificios de la ciudad, construidos en la década del los treinta. Dentado en su parte superior, en forma de torre con dos alerones laterales (esto debe ser una redundancia), el Milford Plaza tiene unos cincuenta pisos. Pasamos por medio de una puerta giratoria a un hall muy iluminado y nos atienden de inmediato en castellano. Nosotros ocupamos una habitación que nos desconcierta por su pequeñez en el piso 28. Nos habían hablado de la inmensidad de las camas y habitaciones estadounidenses. En nuestro caso no será así. Tenemos una vista interior a la que accedemos con dificultad, porque entre la bruma de los cristales turbios y el hecho de no poder abrirlas, salvo una discreta rendija contra suicidas, ( pienso en Edward Hopper esta vez, en “su habitación de hotel” concretamente y tengo un atisbo de la soledad y aislamiento que él nos enseñó con su pintura). La silueta que divisamos sirve apenas para la evocación del consabido patio trasero con esa escalera quebrada contra incendios que será el leitmotiv de la ciudad. Aquí, desde esta altura, dicha escalera es sólo un espejismo, producto del tópico ilusionado.
Cuando salimos esa noche, al girar hacia la izquierda nos encontramos en la famosa Times square de Brodway donde se despliega rutilante la publicidad más cara del mundo. Aunque las pantallas ocupan medio edificio, cada una de éstas y las imágenes, se superponen incesantes en un colorido y parpadeo magnífico. Tengo sensación de armonía. Existe una especie de orden que no alcanzo a calibrar y que tal vez tenga que ver con el silencio y la alta tecnología que dominan el espacio. Me siento extasiada y me dan ganas de girar como en un tío vivo para no perderme nada. Vemos a la gente acudir a los teatros que se despliegan atractivos y estrechos uno junto a otro, cada uno con su historia que contar y que yo no sé.
Cenamos más tarde en una pizzería donde nos sirven inmensas raciones que nosotros elegimos de una elefantiásica selección. También esta vez son hispanohablantes los que nos atienden. Por el tipo físico parecen portorriqueños. La comida es barata y sabrosa.
El miércoles 19 despertamos muy temprano, el horario es seis horas a nuestro favor y nos sentimos lúcidos y descansados. Llueve. A las seis ya estamos de nuevo en Times Square con gorro ruso,(yo) con boina (él) y un enorme paraguas bicolor. El asfalto produce vapor, los anuncios y las pantallas continúan inalterados y hace muchísimo frío. Hay pocos transeúntes a esa hora pero la calle está animada: los hoteles, los bares preparan sus mesas a media luz pero no abrirán hasta las siete. Todo nos gusta. Los contenedores multicolores de periódicos, los jóvenes vestidos con capas impermeables que promocionan refrescos en las esquinas, el guante rojo que indica ¡detente! en los semáforos y las piernas airosas que caminan, cuando pasa a verde. Tenemos hambre y estamos un poco mojados, pero lo único abierto a las seis y media es un Starbuck en el que pido y me dan, mi primer bagel con mantequilla en una bolsa de papel, (en honor a mi amiga Nieves) y mi primer capuchino doble neoyorquino, en un gran vaso de plástico tapado. Comemos y nuevamente sobre el asfalto, Cástor canta la melodía de “Bailando bajo la lluvia”, inevitable ¿no? y… ¿por qué no lo voy a escribir?... ¡Somos felices!
A las ocho de la mañana entramos en una furgoneta pequeña y oscura que nos llevará a tomar un contacto aproximado con Nueva York y lo es tanto que sólo “muy aproximadamente” recuerdo lo que vi, inclinada incómodamente hacia mi ventanilla y gastando innumerables clínex para preservar una mínima visibilidad. (De todas maneras, menos mal que no me tocó interior). Entre acelerones y nubes de lluvia y niebla, la primera parada es para Lincon Center, donde paramos para hacer la foto y salir luego trotando de nuevo hacia el coche donde nuestro chofer-guía aguanta estoicamente en su sitio a pesar de las prohibiciones… ¡somos los típicos turistas de quienes solemos reírnos en nuestros lugares de origen!, una pequeñísima manada que corretea y hace acuso de recibo ocular de lo que antes era…referencia literaria o postal, sólo. Lincon center se parece un poco al barrio “facha” de Roma. Tiene la misma monumentalidad esencial del que mandó construir Mussolini por los años 30-40. Empiezan las evocaciones. Cástor quiere saber si Ainhoa Arteta cantará en el Metropolitan; se perderá el placer por una semana. Estamos frente a la famosa Julliard, conservatorio superior, dónde iban becados los jóvenes talentos musicales chilenos y cuyo nombre nos sonaba como trompeta de honor… Recorremos la plaza, constatamos la inmensa carpa construida para conciertos veraniegos y… ¡rápido, rápido! al coche para seguir y parar frente a Dakota, el edificio de departamentos frente a cuyo portal cayó herido de muerte John Lennon y donde se filmó “La semilla del diablo”, la deliciosamente siniestra película de Polansky, que también se comercializó con el nombre de “El bebé de Rosemary”. Es como debe ser toda buena casa de fantasmas: oscura, monumental y recargada para lo que es el estilo típico de N. York. Un vistazo desde la esquina y cruzamos luego a Central Park, para caminar brevemente hacia el monumento a Lennon: “Imagine”, un círculo adornado de flores anegadas y un poco pisoteadas… (lo siento, pero The Beattles nunca me dijeron nada especial…acaso “Yesterday”. ¡Qué desperdicio con la de gente que quisiera estar en mi lugar!), y yo, para mi vergüenza… de lo más indiferente. Me interesan mucho más los bancos de Central Park, cada uno con su placa metálica en la que luce un “En memoria de…” El guía dice que el que quiere y tiene dinero se compra un banco y que esos son nombre de benefactores. No me lo creo. Creo que son una especie de pequeños homenajes mortuorios a gente a la que se amó. Es en todo caso una costumbre anglosajona.
Seguimos rodando por el costado de Central Park. Se nos informa que pasamos frente a casas cuyo m2 es el más caro del mundo. Porteros impresionantes de uniformes con charreteras y estatura de príncipes, hacen guardia y encienden la bombilla roja, que luce en la parte superior de la marquesina entoldada de verde, que resguarda a los regios habitantes, cada vez que uno de ellos necesita un taxi.
Aquí vive Madonna y Jennifer López y Mía Farrow. Ralentizamos la marcha frente a una ventana (sin grandes historias) en la que un oso de peluche blanco mira hacia el parque: Es el osito de Jacky Kennedy esperándola eternamente… ¡qué tierno! ¿Verdad?...!?
Disfruto más frente a Saint John the Divine, una iglesia mastodóntica; el templo neogótico más grande del mundo. Fue en su momento iglesia católica pero actualmente está bajo el rito episcopaliano. Aquí se celebra de todo: misas con sacerdotisas, ritos tribales africanos, ceremonias budistas, encuentros de hermandad homosexual y… ¡pónganle imaginación al asunto!
Entramos pero únicamente tenemos acceso al ábside, ya que el resto parece estar en perpetua reforma…vengo de Europa y por lo tanto tendrán que perdonar mi semisonrisa de Monalisa mala, frente a su pretendida grandeza: ¿cómo después de pisar Notre Dame, San Isidoro, la catedral de León… mantener la compostura? Al salir, me saco una foto frente a una escultura de lo más Kitch que he visto en mi vida (es la favorita del guía) en que una jirafa se empina sobre una cabeza con manitas y una especie de turbante en que se arrebuja… ¿un ángel? ¿un cangrejo? no importa mucho: ¡es horrible! y…sin embargo, me va gustando N. York: tiene humor.
Accedemos, luego, a la milla de los museos: El Guggenheim, tapado (en obras) el Frick, vislumbrado entre niebla y según dicen precioso, aunque no pudimos constatarlo (el día que quisimos visitarlo estaba cerrado). En La Quinta avenida atestada a esta hora que ya es punta, alcanzamos a percibir Tiffany, aunque desmerecida por un andamio restaurador y más adelante Rockefeller Center, magnífico conjunto de edificios en que se refleja toda la potencia y solidez de la urbe. El Atlas que la preside es un símbolo excelente: otra cara de N. York. Después viene Harlem, el “recuperado”. Nuestro guía nos informa de que nos olvidemos del Gospel. El domingo de Pascua los negros cierran sus iglesias a los curiosos y me parece bien. Soho, la zona de los lofts que vemos en las películas ¿se acuerdan de la casa de la chica de “Ghost”? pues debía estar por aquí. Son edificios que parecen construidos para sostener escaleras de incendios exteriores, en que gente chic se cite y viva romances a la luz de la luna llena, lugares de moda donde se concentra la población gay de N. York, algo así como “el Chueca” madrileño.
Terminamos el tour en Battery Park, en la zona de Wall Street y será muy cerca de aquí donde Cástor encuentre su amor neoyorquino: el exquisito edificio del Bank of America, una construcción en art deco, como todo lo que vale la pena en N. York. Tiene un delicioso diseño de espigas, (memoria de espigas que diría alguien que yo me sé), que suben y se pierden muy arriba; allí donde duele mirar. Sus relieves son limpios y sin adornos: vislumbramos un interior un poco abovedado que a él le recuerda la riqueza del San marcos veneciano… Llevado entonces por una especie de atracción fatal y su habitual temperamento apasionado, intenta penetrar en la delicia: es inútil. Es rechazado y puesto en su sitio por un portero negro que le señala con gesto terminante el cordón aterciopelado que protege la inaccesibilidad de la hermosa. Está claro: el suyo, será un amor inevitablemente platónico.
Nos acercamos un poco como premio consuelo al Toro de Walt street, cuyos cuernos y partes pudendas aparecen muy abrillantadas en relación con el resto. La explicación: ¡Hay que frotarlas para volver a Nueva York!
Volvemos al hotel en taxi. Estamos mojados y hambrientos, pero rodamos emocionados por el borde del East River mirando extasiados sus puentes, sus preciosos puentes con las cabezas muy juntas: el de Brooklyn, el de Manhattan, el de Queensboro.
Todo cuarto de hotel en ciudad extranjera es nuestra casa, si ofrece calor y lo hemos “domesticado” con nuestras cosas esparcidas. Uno de los pequeños placeres que proporciona el viaje es llegar cansados a un lugar que nos acoge y poco tiene que ver en ello la elegancia o no de la habitación: es otra cosa... algo así como la atmósfera adecuada para que lo que acabamos de vivir se asiente en calma. Saco de mi bolso las postales que he comprado. El puente de Manhattan para Libe, mi hermosa hija, el de Brooklyn para mi amiga, una vista típica de la ciudad para mi vieja tía viajera, anclada allá en Santiago y a quien los años y la diabetes han obligado a viajar únicamente soñando. Las escribo y les pongo los sellos de colores que me han vendido junto con ellas. Para las escritoras de postales suele significar un pequeño engorro la búsqueda del correo y en este caso me lo he ahorrado. Me he dado cuenta, antes de subir de que en el vestíbulo luce un oportuno león con las fauces abiertas que se tragará complacido mis letras. Me he quitado la ropa mojada y vestido de negro integral. Me pongo otra vez mi gorro ruso. Hace frío, mucho frío y se justifica lo mismo que los guantes y el chalón gris. He elegido todo lo que me he puesto con cuidado: sé que cada cosa me traerá luego el recuerdo de estos días…no sé por qué, pero quiero imaginarme de negro afrontando la larga marcha que hemos decidido emprender hacia la biblioteca pública de N. York, junto al Bryant park, después de comer ensalada a peso y el consabido trozo de pizza, atendidos esta vez por sonrientes mexicanos.
Yo quería conocer la Library desde hacía muchísimo tiempo. Desde que vi subir esa escalera a Sofie para pedir, en una sala inmensa y maravillosa, con su balbuceante inglés de exiliada, un libro de Emily Dickinson…”La decisión de Sofie” es una de las dos películas más tremendas que he visto hasta ahora; la otra no viene al caso. La conmoción que me produjo, dura hasta hoy. Yo descubrí con angustia entonces que en realidad, Sofie no había “elegido” nada, absolutamente nada… salvo quizá, su muerte final. Y semejante descubrimiento me hizo plantearme muchas preguntas con respecto a mi propia vida y aspectos de la misma que me habían parecido siempre incuestionables… Aquella escena en la biblioteca pública de N. York se situó en mí memoria como un símbolo inquietante…Mi confianza fundamental desde entonces se llenó de fisuras y…desde entonces también, mantuve el deseo de subir aquella misma escalera.
No la subí como lo hizo ella en la película. Yo caminé sin miedo. Cruzando airosa entre los altivos leones que la flanquean: La Fortaleza y la Paciencia.
Entré en un edificio inmenso. Dicen que corresponde al estilo “Beaux Arts” y es una de las mayores bibliotecas del mundo, tanto por su extensión como por la riqueza de sus archivos. Fue iniciada, como tantas otras instituciones en EE.UU por un multimillonario con vocación de filántropo que no escatimó medios (Astor). El resultado es grandioso y armónico a la vez. Nada sobra y el detalle está cuidado al máximo: la altura de sus techos adornados con frescos, molduras y artesonados se equilibra con la limpieza de las paredes de un mármol un poco grisáceo y unos suelos que brillan como lo hace todo lo que es en verdad elegante: con esa patina lustrosa y mate que solo consigue el tiempo y el cuidado continuo.
Se sube, si se quiere vivir la sensación auténtica, no en el ascensor sino por una amplia escalera que se bifurca en cada tramo. La sala de lectura general se despliega a lo largo y a lo ancho, presidida por una bibliotecaria omnipotente, sentada en su podio. Su nobleza, como en todas las demás salas del edificio se manifiesta en la amplitud y calidad de sus muebles: mesas con trabajo de marquetería y sillas amplias de torneados posabrazos. Cada lector posee su inviolable espacio con lámpara de lectura incluida, bronce o cristal… Todo lo preside el hermoso silencio, un silencio apenas puesto de relieve por algún murmullo aislado, la vuelta de una página, un carraspeo rápidamente aplacado…
Yo me enamoré de la sala de los mapas, situada en el ángulo de una de las plantas superiores. Creo que allí encontré algo así como la quintaesencia de todas las salas de lectura que he amado desde que tenía uso de razón y tal vez…la que se superpuso a todas fue la de la comuna de Ñuñoa, en Santiago: sí, si se parece a alguna, se parece a ella. Además estaba la lluvia y el paisaje todavía invernal. La luz cálida de adentro , el libro abierto y al levantar la mirada por el ventanal, las primeras sombras, las ramas desnudas y el adivinado sonido de la lluvia golpeando con fuerza como… en aquella precisa tarde del semestre de invierno, en la antigua biblioteca del Pedagógico el año 1973, mientras yo leía a Unamuno. La antigua biblioteca del Pedagógico estaba en un sótano por lo que para mí es un misterio “su resonancia” en esos momentos: Tuvo que ser la lluvia, la hora y el dulce olor de los libros viejos.
Mientras cruzaba los pasillos y miraba distraídamente litografías de Corot, saqué cuentas. Me comparé, a la altura de mi vida con Sofie y pensé en el papel de la suerte en lo que nos toca vivir a cada uno. Es extraño, en sentido estricto yo, como ella, no siento haber elegido mi vida: soy también resultado de un calidoscopio de circunstancias en las que mi voluntad se enreda ciega. Mi vida se me entregaba, por lo menos en aquellos momentos en que recorría lentamente aquellas salas, como una bendición. Justamente la emoción contraria a la de la mujer que subía y se acercaba tambaleante y demacrada a la bibliotecaria…La recuerdo y constato aquello que nos une en la bifurcación de dos destinos tan diversos: el amor a las palabras de una mujer que justamente yo descubrí cuando ella la nombró en esa misma biblioteca: las de Emily Dickynson, la poeta.
Esa misma tarde, continuamos luego hacia Central Station y buscamos inútilmente la escalera en que, en “Los intocables”, rueda el cochecito que remeda la escena clásica del “Acorazado Potemkim”. No las vemos; nos parecen demasiado bajas. Cástor deduce que la fisonomía de la estación debe haber cambiado a causa de la reforma que hubo que hacer para que no desapareciera al construir la continuación de Park Avenue. Vale la pena entrar y detenerse en su hall y mirar hacia arriba gozando de su fresco de las constelaciones. Allí están los signos del zodiaco aunque yo no descubro el mío…Si bajamos la vista y la situamos a la altura superior de la escalera central, veremos a cada lado dos de los restaurantes-bares más famosos de N. York. Uno de ellos por la calidad de sus mariscos y la gente “linda” que se reúne allí a ciertas horas. Está repleto.
Al salir, enfilamos por Park avenue, una de las avenidas más elegantes de N. York hacia el Green Village. Las casas de lujo se suceden. No hay más que atisbar hacia las porterías para darse cuenta. Las marquesinas y los porteros serios y formales que abren o cierran las puertas con gestos precisos y los vecinos muy bien vestidos que suben o bajan de los taxis: sigue lloviendo fuerte. En tramos se agrupan también tiendas de lujo con sus escaparates mínimales y sus nombres que parecen firmas casuales que apenas destacan: no hace falta. Aquí hay amplitud y verde. En las jardineras sabiamente dispuestas, los botones de los narcisos y jacintos, se abultan y punzan todavía en verde. Caminamos tanto que volvemos a tomar contacto con el neón y las escaleras exteriores. El paisaje al que vamos acercándonos se parece al Bloomsbury londinense: casas pareadas, cada una con su escalera y sus ventanales laterales y sus mansardas dispuestas alrededor de una plaza cerrada. En este caso se trata de Washington square, uno de los lugares más antiguos de N. York donde todavía se puede encontrar en un lateral, “el árbol del ahorcado” en que se llevaban a cabo las ejecuciones públicas.
Ha caído definitivamente la noche y la lluvia ha amainado cuando llegamos después de muchas vueltas, a la muy deliciosa Cornelia Street, siempre en el Village. ¿Por qué es deliciosa esta calle si es probable que se parezca a tantas otras calles de la ciudad?, quizá sea porque a ésta llegamos en el momento justo. Cuando nos sentamos unos momentos solos, bajo un toldo anegado,(para curiosidad y consternación de la clientela, que ya cenaba apaciblemente a la luz de las velas a esa hora, aún demasiado temprana para nuestras costumbres), tuvimos el escorzo de una puerta, de un preciso árbol junto a ella y de una luminosidad especial que nos hizo quedarnos en silencio largo rato mirando y ensoñando, aunque nadie saliera a atender nuestro pedido y poco a poco nos fuéramos impregnando del frío y la negrura, cada uno perdido en sus propias sensaciones pero con el acuerdo tácito que luego sería mutuamente expresado de que aquel lugar sería para ambos uno de los más bellos de Nueva York. Me di cuenta de que los dos lo habíamos incrustado en nuestra memoria poética como hicimos antes con el Russell square de Londres ciertos atardeceres, como con el Pincio romano caminando hacia la Piazza di el Poppolo mediada cierta mañana de enero, como con… en fin, eso es ya otra historia que trasciende este informe.
Pero aún la noche es joven cuando caminamos hacia “Blue Notes”, un club de jazz famoso en el Village. Tenemos suerte hay sitio y la primera función está por comenzar. En penumbra, nos encaminan hacia el punto más alejado de una mesa rectangular que compartimos. Está repleto, pero se puede conversar. Se siente la expectación propia del lugar de culto. Cenamos muy mal pero no importa. Cuando sube “The bad plus”, la banda que tocará durante la semana, se produce en el auditorio una atención concentrada que yo no puedo compartir. Son blancos, no hay ningún clarinete, ninguna voz gruesa y lenta cantará…aunque intento entrar en la magia no puedo. De alguna manera yo esperaba otra cosa. Las canciones de Cole Porter, “Begin to begin” o “Enbraceable you” de Gershwin, por ejemplo, algún blue…no sé bien lo que quería, pero no es esto. Disfruto mirando la entrega de los que me rodean: la de la hermosa rubia que tatarea muy suave inclinada sobre el hombro de un muchacho triste…Es muy tarde ya cuando pedimos nuestros abrigos.
Al día siguiente expandimos el círculo concéntrico. Un bus nos lleva hacia los aledaños de “la gran manzana”. Primero, cruzando en el teleférico hacia la isla Roosevelt y sus maravillosas vistas de Manhattan. Sólo por eso vale la pena. Frente a nosotros luce el edificio de Naciones Unidas y cerca una clínica para mascotas ¡ impresionante!. Luego es El Bronx y su iconografía triste de marginados. Recorremos las calles desiertas a esas horas en que los autobuses de turismo aprovechan para enseñarlas. La amplitud de las calles y nobleza de proporción de los edificios es engañosa. Si detienes la mirada en cualquiera de las ventanas ves retazos de cortinas sucias y rotas y en los balcones, trastos y desorden. En algunas calles, zapatillas de deporte cuelgan de los cables de la luz en un confuso montón. Nos dicen que de esa manera, las distintas pandillas marcan territorio. Se nota de una manera extraña la furia. Un jardín infantil que parece una jaula, absolutamente desierto rubrica la tristeza. De aquí salió Jennifer López que ahora vive en Central Park; me imagino que para muchos será la metáfora del “Si quieres, puedes” americano.
A diez minutos atravesando East river, está la parte elegante de Queens con sus villitas y sus embarcaderos un poco cursis, que se van haciendo más pobres y hacinadas al ir llegando hacia las zonas más propiamente etnográficas. Así cruzamos las calles de los hindúes con sus tiendas de moda en las que relucen saris y joyas de oro abigarradas y las calles de los españoles y las de los italianos donde las diversas culturas conservaron la ilusión de la patria perdida. Nos hablan de los sótanos habilitados para alojar a inmigrantes. Aquí se siente la estrechez y la vida laboriosa y difícil, pero no hay furia sino más bien una suerte de resignación. Vemos cada vez más carteles en castellano y en la Avda. Roosevelt nos bebemos un zumo de mango en una de las innumerables casas de comida latinoamericanas. Nada en absoluto puede hacernos sentir aquí que seguimos aún en N. York.
Antes de salir, en ciertas esquinas, vemos algunos hispanos con bolso al hombro y capucha bien calada. Esperan trabajo. Son ilegales y dependen de la buena fortuna. Alguien irá a buscarlos y ya saben lo que hay y lo asumen: un esfuerzo agotador, excesivamente largo y siempre mal pagado. Tal vez incluso, después de ser explotados, tengan que enfrentarse a una denuncia cursada por los mismos que aprovecharon su “fuerza de trabajo”.Es lo que les ha tocado y no lo cuestionan.
Al dejar Queens, a través del cementerio “El calvario”… ¡sí, “a través”! porque la carretera lo divide, entramos a la zona pobre de Brooklyn y en el “contraste” neoyorkino que nos dejará más perplejos. No estábamos preparados para la omnipresencia de judíos ortodoxos. Todos cortados por el mismo patrón: vestidos de negro, con sombrero y ondulantes bucles que protegen la zona “del pensamiento”. Todos tienen gafas. Todos tienen el cabello claro y el color enfermizo. Todos son profundamente inatractivos. Cruzan las calles de su gueto en grupos, a veces solos, sujetándose el sombrero; hace viento ese día. Con la edad tienden a engordar y las ropas les quedan rematadamente mal. Las mujeres parecen sombras. Se deslizan rodeadas de niños vestidos iguales, con ropas cuya gama va del gris al ciruela oscuro. Sus rostros son muy blancos y alargados y las pelucas que les cubren los cabellos parecen hechas en serie; un corte recto por detrás y una partidura central… las que veo son delgadas. Hombres y mujeres no se rozan. El barrio parece pobre y descuidado: no hay flores y muy pocos árboles. Tampoco la forma o la disposición de las casas sugiere belleza alguna. En cada portal, junto a los timbres un rollito de la Torah envuelto en un cilindro proporciona la “purificación necesaria” para el que entra. Son calles austeras y un poco sucias, fachadas desvencijadas, patios con bastantes trastos. Aquí, diga lo que diga nuestra guía, hay pobreza. Dicen que la actividad fundamental de los hombres es el estudio y ahora por necesidades económicas, la talla de diamantes. Las mujeres no trabajan ya que sería demasiado complicado el hacerlo y respetar las minuciosas prescripciones judías: no permanecer solas en la misma habitación con un hombre que no sea su marido, por ejemplo. La educación se realiza estrictamente separada por sexos y en centros especiales. Este lugar me produce fascinación y repulsión a la vez. La vida que imagino me agobia por su aislamiento y su rutina. De pronto, necesito respirar con holgura; a medida que miraba, una curiosa ansiedad, que creo que tiene que ser producto de mi radical extrañeza frente a lo que veo, me hace sentirme mal. En ese momento, una mujer de unos 60 años sale de una tienducha con una bolsa en la mano. De pronto levanta una miráda inteligente e irónica hacia mí y me sonríe brevemente mientras alza su brazo con gracia saludándome y todas mis sensaciones previas quedan en suspenso: la trasgresión tranquila de esa mujer mal vestida y con la consabida peluca color ratón, es la de una persona equilibrada y con sentido del humor. Le sonrío a mi vez mientras nuestro bus abandona la zona para acercarse a lo que será el final del recorrido: Chinatown.
Canal street, en Chinatown, es la calle que marcó el límite de la zona restringida cuando el ataque a las Torres Gemelas, hacia el sur de Manhattan. Sin embargo, es una calle que da la impresión de que nos hemos ido mucho más lejos: patos lacados, relojes de imitación, bolsos, foulards, aparatos eléctricos, collares, zapatillas recamadas con el abominable rojo chino barato, se suceden sin apenas cambio. En todas las tiendas y tenderetes hay mucho pero siempre es lo mismo. Aquí, según nos han dicho, se pueden encontrar las mejores imitaciones del mundo por menos de veinte dólares. Dicen también, que es el único lugar de N. York donde se puede regatear en el precio. Por eso se compra a discreción.
Vuelvo a sentir la fuerza de otro de los contrastes que ofrece esta ciudad, al comparar “in mente” el delicioso aro traslúcido que vi reinar solitario sobre cojín de terciopelo en la vitrina de Tifanny, con la abrumadora abundancia de joyerío que se sucede aquí , tienda tras tienda. Brillantes de todos los tamaños engarzados en los objetos más diversos nos dan la sensación de baratijas. Miramos sin codicia. La serie aburre.
En Chinatown hay vida verdadera. Ancianas encorvadas vestidas de “azul paquete de vela” y recién salidas de una novela de Pearl S. Buck, hacen la compra. Me detengo a mirar su forma comedida y pausada de elegir verduras que yo no sé nombrar. Hay muchachas que sonríen apenas insinuantes desde dentro de las tiendas y viejos serios que van a lo suyo dejando paso sin mirarla, a la manada de turistas. Siento que coexiste aún algo auténtico, mezclado con la quincalla con que se ganan la vida. Si tuviéramos tiempo y pudiéramos pasar más desapercibidos, quizá podríamos captarlo. No se puede y no tiene sentido: a Chinatown se va a comprar barato y a nada más.
Cruzamos la calle y ya estamos en la antigua Little Italy. La de las películas de chicos callejeros y “cura cascarrabias pero cercano y entrañable”. Entramos en la única calle que se supone sobrevive a la temible expansión china. No lo han conseguido. La contaminación visual se impone: ¡Menudo “horror vacui”!. Lo único italiano de la calle es la comida, al menos por la abundancia con que se ofrece, pero para comer pasta no es necesario venir aquí. Lo difícil, al menos para nosotros, parece ser, precisamente, el conseguir no comer pasta en N. York… y, por supuesto, aquí volvemos en “La piazza nostra” a solazarnos con nuestra dieta habitual: esta vez, canelones, rodeados eso sí, de farolillos rabiosamente amarillos y feos.
El resto de la tarde es una marcha suave cruzando Soho y Green Village hacia Times Square y nuestra cita con el neón sublime, hacia “El Milford Plaza”. Esa noche, vestidos de punta en blanco, iremos a cenar a un restaurante de la Novena avenida invitados por unos amigos neoyorquinos que han elegido la trattoria “Cara Mía” para obsequiarnos de manera especial, por lo que esta vez cenamos… ¡pasta!
Caminar por Central Park muy de mañana tiene un regusto inevitable al viejo Woddy, al de “Manhattan” justamente. Aquí, sin querer una se pone un poco neurótica y hace observaciones que serían impensables caminando por El Pincio romano, por ejemplo, o por “Cristina Enea” en San Sebastián. En serio, los parques, y nosotros que somos conocedores lo sabemos, tienen un sello que te exigen respetar y te ponen nada más trasponer el umbral: si no has estado nunca en ese preciso lugar hay que saber adivinarlo. Después es fácil. Cada parque tiene un alma que marca el ritmo, la conversación y hasta los recuerdos. En Central Park tendemos a caminar con paso “más elástico” y mi gorro ruso, sobra. Queda estupenda, sin embargo, mi falda un poco más larga que el abrigo de tweed, la bufanda de piel y el bolso cruzado. He acertado de plano y hasta se me ha puesto un cierto aire a lo “Dianne Keaton”. Cástor no ha renunciado a su boina pero… ¿cómo diría yo? le queda como más… ¡ Montgomery!
¡Es hermoso el corazón de N. York!, late fuerte y acompasadamente. Frente a Andersen, vemos a los niños subirse a sus rodillas y montar en “el patito feo”. Conocemos enseguida a los americans robin, una especie de petirrojos grandes que, así como los cuervos en Londres, aquí se prodigan.
Nos cruzamos con “Alicia y el gato de Chesiree” y subimos lentamente hacia Belvedere Castle y sus terrazas para dominar la perspectiva…¡cómo le va de bien al parque, el edificio ubicuo allá en los márgenes!
Cuando llegamos al Metropolitan somos una pareja más que deambula de la mano, como toda pareja que se precie…en cualquier parque del mundo.
Para conocer El Metropolitan necesitas un año y nosotros sólo tenemos el resto de la mañana por lo que es necesario parlamentar. Averiguo: Frida Khalo no está y de Georgia O´keefe parece haber algo en un pabellón de ubicación incierta por lo que cada uno elije. Por Cástor, nos vamos a ver las pinturas funerarias de Al Fayun y por mí, la sala de arte japonés. Tenemos la suerte extraña de converger en lo que nos emociona o por lo menos de conseguir implicar al otro en lo que cada uno ama. A mí no me gusta el arte egipcio: me cansa su rigidez y su monumentalidad, pero hay excepciones que debo a la sensibilidad de mi marido: la tumba de Ptahotep en Sakkara y estos rostros de mirada tan profunda e inquietante. También le debo esos “narcisos agitados por el viento” que vi lucir en toda su gloria en tinta vieja y papel de arroz en una oscura pared de bambú, orientada al “patio Astor”. Sin él, me hubiera perdido en vericuetos y esa maravilla jamás lo hubiera sido para mí.
Saint Patrick está en la Quinta avenida, prácticamente frente a Rockefeler Center. Es la catedral de N. York y un petacho neogótico en medio de la más formidable y rabiosamente moderna calle del mundo. Nadie entra a esta iglesia para gozar de arquitectura ni de arte alguno, sino más bien, por sentimentalismo dejando aparte las propias creencias, claro está. Porque se es irlandés o hispano fundamentalmente. Sí, en términos generales, la religión católica es la que profesan “los pobres de N. York”. Yo también, después de recorrer un poco desdeñosamente su perímetro, me acerco al altar de nuestra señora de Guadalupe y enciendo una vela. Me encanta verla allí tan dulce y tan morena acogiendo las penas de sus hijos en “este valle de lágrimas” que es para tantos de ellos la ciudad de N. York.
El Rockefeler Center es grandioso en cuanto a estructura externa. Ese conglomerado de edificios intercomunicados por túneles que pretendían hacer posible el disfrute de la vida (hoteles, restaurantes, salas de espectáculos, tiendas…) sin necesidad de tener que exponerse a la intemperie invernal, impresiona. El Rockefeller tiene nobleza en proporción y equilibrio. Su hall rezuma poder. No se ha escatimado en materiales ni diseño. Nada es aparente, todo vale lo que parece valer. En esta ciudad muchas veces tendré la misma impresión: La del dinero gastado con sabiduría y grandeza. Los revestimientos de mármol mate de tono ámbar, conjuntan perfectamente con las barandillas de bronce art deco. Grandes espejos rectangulares han sido dispuestos de tal manera, que reflectan la luz y el resultado es suntuoso y elegante. La magnificencia adquiere su sello cultural con la presencia espléndida de la pintura de Sert. Estamos prácticamente solos ya que es la hora del lunch y mientras deambulamos tengo la poderosa sensación de estar inmersa en una película de los años cuarenta…
Los aledaños son vulgares. En la pista de hielo (ridículamente pequeña) y “los jardines colgantes” que transcurren en uno de sus flancos, hay abigarramiento y poca gracia. Aquí estamos es el siglo XXI, un siglo que ha perdido el sombrero y las maneras…
Comemos en” Alfredo” pasta de alto nivel.
A las colinas de Brooklyn se puede acceder por metro desde cualquier lugar de N.York. Nosotros llegamos una mañana clara, un sábado de marzo y nos recibió una zona de la que sus habitantes se sienten tan orgullosos, que cuando se les pregunta dicen como los vascos, que ellos son primero de Brooklyn y a veces de nada más. No me extraña.
Caminar las viejas y amplias calles arboladas, permite esa sensación de comunicación plena y distancia resguardada que resulta tan grata de gozar a los buenos catadores de amistad… y lo hacemos despacio y deteniéndonos con frecuencia frente a detalles que le dan carácter y sello propios. Ladrillo rojo y hierro. Escaleras amplias. Puertas que presagian interiores donde los libros, la música y los cuadros viejos tienen que ser señores y que se imaginan un poco desordenados, transitados por gatos siameses o un perro de orejas largas y ojos tristes, que se recuesta frente a una chimenea de fuego bajo…
En algunos alfeizares hay narcisos a punto de romper y en todas las ventanas cortinas que a veces ondean. A medida que nos acercamos hacia La Promenade cuyo curso nos llevará al puente de Brooklyn la tranquilidad se hace más densa. Aquí se percibe una poderosa soledad de buen cuño. Dejamos atrás la más vieja casa de N. York, en la que un día se aposentó Washington y vemos el río y la ausencia de las Torres Gemelas, esa ausencia a la que, recuerdo el testimonio de una muchacha que vivía justo en una de estas casas, decía no poder acostumbrarse.
Hay que caminar evitando mirar al río porque las construcciones portuarias rompen una ilusión muy fuerte que se ha ido fraguando a lo largo de muchos jardines, muchos techos picudos, mucho color siena y muchas palabras que paradójicamente fueron escritas por quienes no nacieron aquí: Truman Capote, Carson Mc Cullers que vivieron y amaron Brooklyn y lo dejaron escrito. Para caminar por Brooklyn queda bien el pelo rojo y los vaqueros y un largo abrigo negro y yo…¡los llevo!
Al puente de Brooklyn hay que acercarse sabiendo que uno se acerca a un mito y teniendo plena conciencia del privilegio que supone. Quien lo cruza vuelve a Nueva York, dicen. Yo agrego que habría que cruzarlo con quien se ama o solo y… no hay otra manera ya que es el puente más romántico del mundo…
Antes hemos pasado por el “River café”. La mejor hora para recalar aquí tiene que ser al atardecer cuando empiezan las luces a reflectarse sobre el río. Si toca luna llena, entonces simplemente habría que arruinarse: Cenar a la luz de las velas, salir a la terraza, abrazarse y… no volver a entrar hasta que amaneciera y las luces empezaran a apagarse una a una…
Nosotros llegamos a mediodía y también tuvo su gracia. El mejor café que tomé en Nueva York servido por un rubio y estiradísimo camarero que nos hizo sentirnos sentados a la barra y con todo Manhattan a nuestra disposición, deliciosamente snobs, por lo menos a mí.
El puente, de piedra y metal es una paradoja. Los enormes arcos que lo abren y cierran tienen algo de construcción templaria, mientras el metal apernado de sus flancos hace recordar esa época que se llamó bella y que duró tan poco. Se cruza en una media hora escasa a paso de paseo incluyendo las detenciones. Los bancos torneados e incómodos como los de los parques de mi juventud y las farolas también en forja son muy evocativas y yo no conozco mejor manera de evocar que demorar mi mirada al pasar el tiempo suficiente como, para llegar a tener cierta sensación de que lo que vivo y un día viví se superpone…en tantas plazas hay bancos y en tantas esquinas farolas levemente inclinadas…aquí me encuentro con la quintaesencia de todas, real y concreta, sin embargo... No puedo evitar tampoco al cruzarlo, las imágenes del día aciago en que ese puente fue el único paso que tuvieron los peatones aterrorizados que huían de Manhattan…
Y…finalmente llegamos nuevamente a la isla y avanzamos esta vez hacia la Court House para admirar su vestíbulo redondeado donde Lincon, pintado al fresco en su cúpula, dialoga de igual a igual con los grandes legisladores de la humanidad: creo reconocer a Hamurabi y a Salomón. Subimos hasta la planta superior abierta en arco sobre la primera para sentir el sabor en directo de “los doce hombre sin piedad” dirigiéndose a deliberar como jurados y sí,…algo se siente. Nos acercamos al Whoolworth building, el más entrañable para los neoyorquinos de pura cepa y constatamos que seguimos prefiriendo: yo, al Chrysler con sus encajes y Cástor, a su espigado amor prohibido (Bank of American building) por lo que cruzamos frente a él para que pueda despedirse y vislumbrar de nuevo su interior de Alí Babá.
La tarde es fría y ventosa, pero de una limpidez primaveral cuando tomamos el ferry a Staten island y nos situamos a babor sentados en el largo banco vertical que lo recorre. La estatua de la Libertad es pequeñita allí en su isla verde. Sobrevuela un helicóptero que se siente muy lejano. Me apoyo en la barandilla y pienso por un momento en cómo le hubiera gustado a mi padre, amante empedernido de los puertos, éste, el de N. York. Y entonces me doy cuenta de que su fantasma, con el viejo chaquetón de cuadros y la boina bien puesta, viaja junto a mi brazo en la barandilla y me señala algo, como sólo sabía hacerlo él…sigo la dirección de su ademán y diviso la imagen que sé ya en aquel momento me llevaré conmigo: la de Nueva York desde el mar. A lo lejos Manhattan tiembla levemente. Es rosa-siena, es gris perla, amarillo tenue. Se recorta en planos desiguales y armónicos que parecen equilibrados por las manos hacendosas de una niña inteligente…
… No me sorprende mi ternura ante esa ciudad ya que no me parece en absoluto “la más poderosa del mundo”, es más, sé que si la he podido querer es porque de alguna manera me ha transmitido esa esencial fragilidad que es la marca de toda belleza…
… Debe ser el espejismo de la ausencia de Las Torres, quizá el cansancio de fin de viaje, la dulce fantasmagoría a mi lado o no sé tal vez esa certeza de mi profunda y radical plenitud, también como la de ella, vulnerable….
San Sebastián, 28 de abril de 2008
jueves, 1 de julio de 2010
Informe de Nueva york
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Qué ciudad, te atrapa para siempre. Yo ya la amaba mucho antes de ir; cada rincón tiene su frase de guión, su secuencia, sus protagonistas y su música; incluso sus ausencias, lágrimas, crímenes, desamores. Todo es mítica pura. Que si te subes al Empire y piensas en Cary Grant y Deborah Kerr; frente al Hotel Plaza, parece que estás en la última secuencia de "The way we were"; en Tiffany's el fantasma de Audrey sigue desayunando un croissant y un café, vestida con traje de noche, observando el escaparate y escondida la noche de juerga tras sus gafas. Tengo que volver y espero no tardar mucho tiempo en hacerlo.
ResponderEliminarCiudad de contrastes...
ResponderEliminar¡poderosa, explotadora
bella en abundancia!
con un Bronx que da verguenza mirar,
por lo menos en mi ciscunstancia
(es como meterse en lo intimo de alguien)...
Caminar a Brookling te humaniza.
¡Que morbo ese anacronismo ortodoxo judio!
Sin embargo...
ResponderEliminar¡que bello saludo el de la mujer madura!
Nueva york...referencia de tantas cosas...
Volveré algún día...?
El lobo.
Para abundar sobre Nueva York, Hooper y su luz
ResponderEliminarhttp://elviajero.elpais.com/elviajero/2013/06/06/actualidad/1370527807_847849.html