martes, 20 de julio de 2010

Scherezade en apuros





Hubo un tiempo en que ambos disfrutaban con aquello que fluía suave de las palabras que se decían y que los rodeaba a ambos, pero ya entonces tal vez,se insinuaba el malentendido... El le solicitaba precisiones a ella que solo era experta  en metáforas, medias palabras, dobles sentidos, puntos suspensivos, paréntesis. No se daba cuenta de que para ella, hablar en  frases inequívocas era simplemente imposible. Por eso, esa exigencia suya de que cada palabra fuera absoluta y totalmente univalente para poder ser considerada cierta,  fue la razón de que ella empezara a titubear, a callar, sentirse confundida.


Había habido un tiempo,sin  embargo, en que no le parecía  necesario cuidarse.  Ella dejaba fluir sus palabras con la misma inconsciente libertad con la que soñaba, imaginaba o reía. Solía ir  de sus historias al resto de su vida sin distinguir demasiado los límites, dejando siempre las  puertas abiertas entre ambas. Sí, hablarle a él era casi como hablarse a sí misma... El lo sabía todo, por lo menos todo lo que ella era capaz de rescatar de sus honduras…y le llevaba como un regalo. Le llevaba un sueño como un objeto raro y hermoso encontrado en su red nocturna, le regalaba un recuerdo súbito que le había sobrevenido al ver los lirios tempranos al salir de casa, le musitaba quedo un pensamiento insólito, un temor persistente, la anécdota de un libro..


No supo exactamente cuándo se dio cuenta de los peligros de su descuido. El era el único  que podía seguirla por los vericuetos de sus sentimientos, sin inmutarse... sólo él podía entender, eso le parecía al menos, no sólo sus rivalidades y sus emociones inconfesadas, esas un poco vergonzantes que se emiten en voz baja en la indefensión del amanecer, sino también sus desasosiegos lunares, las recurrencias del recuerdo despertado por signos imprevisibles... No,  no se había callado nada, llevada por el gozo de ese dejarse ir  conducida por ese dulce río en que cada gota era una palabra mágica y peligrosa que encallaba en un oído deliciosamente atento... hasta que un día maldito empezó a atar cabos, cotejar versiones, verificar, comparar...pedirle cuentas que a ella, como es natural en una chica de letras, le salieron  rematadamente mal.


Ella era su Scherezzade pero sus historias se nutrían del magma de su vida. La de ella, era inevitablemente, una incursión piel adentro que siempre le podía ser imputada…esos sueños, esos nombres  ahora le penaban. Desde su nueva condición de expulsada del paraíso de la confianza perfecta, ella ,veía su pecado con una lucidez que la dejaba aterida…cómo pudo contarle con tamaña ingenuidad aquel sueño, cómo fue capaz de hablarle del tinajón del balcón de la cocina y su secreto…cómo pudo dejar que él leyera sus cartas personales, cómo sus diarios…¡cómo!


Ahora  la invadía la vergüenza. Se sentía a sí misma como un país contaminado por exceso de indicaciones y le parecía que, con perfecta estupidez, le había entregado a su marido todas sus llaves, lo que hacía de sus recintos interiores algo así como una casa abierta a la intemperie  que sin embargo, a sus ojos, seguía siendo un misterio que se obstinaba en  resolver de una vez y para siempre...y ella, tenía miedo.


El decía que la quería sí, pero también… obeliscos quería, columnas dóricas quería. La quería convertida en una estatua de peplo majestuoso Aunque...en aquellas noches suaves detrás de los estores que se derramaban entre los balcones como un charco de sombra donde después de la lámpara verde y los charcos de luz y las cadencias y los murmullos, lo miraba dormir en la penumbra ahito de historias, entonces... la quería versátil, sinuosa, ocurrente


En todo idilio hay siempre una maldita serpiente que se apresta a hacer su labor en el momento propicio. A ella la traicionó su sentimiento de disparatada confianza para con él, eso y su placer por contar, por ser oída. A él, lo traicionó el deleite y una curiosidad inhabitual en un hombre. Ella era una ingenua y él un excelente husmeador a la búsqueda de lo que no puede ser jamás contado.

Día a día  iniciaban la partida de un juego, en cuyas reglas nunca confesadas, se habían convertido en expertos... Ella contaba, se dejaba llevar y cuando resbalaba sin saberlo, su mano siempre estaba lista para alzarla con una pregunta o un comentario que le hiciera ignorar el traspié…. El oía, tomaba nota, guardaba en la memoria, componía su propio relato, no interrumpía nunca  y, cuando la hora o el cansancio los reclamaban, se iban a dormir sosteniéndose ambos en el dulce cansancio que acoge a los confidentes cuando en silencio ya, intercambian la última mirada, esa que los confirma como mutuos albaceas de su recíproco tesoro porque ella creía, incauta, que los tesoros correspondían. Sí, ella creía...

Eran felices. También él le entregaba, a veces, su vida pero era más cauto, o tal vez ella tuviera un sentido más delicado de la propiedad e inquiría menos, o acaso, llevada por la necesidad insaciable del narrador, disfrutaba del paisaje del otro, y era capaz de recorrerlo incorporándolo al suyo de manera que los puentes y las bifurcaciones surgían con naturalidad, colonizándolo sin necesidad alguna de plantarle su bandera….Claro, ella era Scherezade

 Mira hacia atrás y se ve despertando circundada del blanco de la ropa que él había extendido por la gran habitación de piedra casi como un homenaje después de las historias...mejor que en "Historias de Africa", mucho mejores,  eran sus ternezas, se dijo… Recuerda  el anillo labrado de San Giminiano, y sus chales de seda y los besos al amanecer y el Lacrima Cristi … y su olor de trigo y…la mirada, esa obsesionante mirada clara que la sujetaba al mundo como si ella fuera una cometa que navegara altísima cuando hablaba y que él sostendría contra viento y marea porque la amaba y si era así ¿quién contra ella?... Ella misma, claro, se dijo desolada.


 Ahora buceaba en su interior intentando descubrir eso que él parecía necesitar tan desesperadamente y que lo obligaba a hurgar en sus cuadernos que ya no estaban tan despreocupadamente abiertos como solían, a medir la exactitud de la versión contada por la mañana y la escrita por la noche, a exigirle una y mil veces precisiones a ella que era incapaz, absolutamente incapaz, de repetir literalmente nada. El amante de las metáforas ahora odiaba las ambigüedades, esas imprecisiones que eran el territorio natural en que ella vivía y fuera del cual sus palabras cojeaban, se encanijaban y morían.Y, sin embargo, él exigía que ella siguiera contándole...


Percibió sus amadas palabras  tal como eran:  resbaladizas laderas, bruscas simas, ráfagas bruscas de luz, barrizales, repentinos agarraderos… No había una sola cuya absoluta precisión  pudiera saciar de una vez y para siempre  esa tremenda necesidad que él tenía...  porque, además, estaba el tenue encaje de las modulaciones, la aventurada coherencia del gesto, ese puente sutil entre palabra y mirada…


¡Demasiadas cosas! pensó y suspiró cansada. Conseguir acceder a su deseo hubiera sido posible sólo de tener la capacidad sobrehumana de construir una y otra vez, una especie de diminuto mandala que él hubiera examinado al principio curiosamente, con absoluta atención pero que finalmente habría terminado desechando porque, al fin y al cabo...se habría aburrido.  Ella lo sabía...

Por eso finalmente, decidió apostar.

Y... cuando por la noche divisaba allá en lo hondo la luz neblinosa que entre ambos fluía, se sumergía en ella, después de un salto lleno de gracia que la mantenía un instante suspendida. Allí no había nada que pudiera nombrarse de una vez y para siempre, nada que pudiera clasificarse y guardar con etiqueta...las emociones puras, los sentimientos perdurables, las decisiones eternas pertenecían sólo al orden de las catedrales. Allí abajo todo era fluido, fresco, de alguna manera enmarañado y confuso pero nadable y ella era una excelente nadadora…se movía en esa sima deslumbrante en la que, haciéndose la muerta, se balanceaba… y él la miraba como siempre, la miraba...

Para ella permanecer así era algo tan natural como el reclinarse en el hombro de su absurdo marido cuando atardecía , sabiendo que lo que le contara fuera lo que fuera, sería la contraseña justa que la llevaría, después de navegar la laxitud de la hora y sortear los habituales malentendidos, a esa pequeña certeza en la que encallaba, al fin, suavemente pese al miedo, para descansar...


 Era ese convencimiento de que él, que amaba a pesar de todo sus frágiles palabras,  finalmente...no le cortaría la cabeza...


5 comentarios:

  1. ¡Qué identificada me siento, Begoña... sólo, que esta Scherezade apostó, pero... perdió!

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  2. En realidad, Quién pierde es el "sultán"...el muy tonto, ciega el manatial del goce...
    ¡Una verdadera pena!!

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  3. En esta perfecta prosa que es la tuya Begoña y que hoy aplicas a la historia de Scherezade, ¿puedo incluir ese confuso, ambivalente sentimiento de arrepentimiento, por haber contado algo de sí mismo a otra persona, acompañado de la necesidad de comunicación con los demás, en el que tantas personas se debaten?

    Porque con esta historia de Scherezade, sin decirlo, sugieres que el saber que decir, cuando, a quien y como, es todo un arte, necesario para caminar en esta vida nuestra.

    La scherezade-cometa, necesita su espacio único, agarre-ancla, en tierra, para que nadie la maneje a su antojo y pueda regresar a él como se regresa a la propia morada.

    Muxu Eukene

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  4. Así es, Eukene. Scherezade necesita contar y ahí está su seducción y su vulnerabilidad pero dicho esto, más vale que narre porque es lo único que le da la oportunidad de no perder la cabeza ...

    Un muxu

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  5. La eterna envidia del hombre por la mujer, disimulado por el miedo...
    Tiene que perdurar cierto misterio en la pareja, algo que uno se guarde para sí, el no entregar todo a veces puede ayudar a que siempre haya algo que falte por conquistar aún, suficiente para conservar la cabeza.
    Magnífico Begoña, ni la propia Scherezade lo hubiese trasmitido mejor.

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